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Fabricando un violador: el calvario de un inocente

El holandés Romano van der Dussen pasó 12 años en prisión acusado de tres violaciones que no cometió.

Escrito en Irapuato el
Fabricando un violador: el calvario de un inocente

Entre el enjambre de periodistas que esperaban a Romano van der Dussen cuando salió de la cárcel se encontraba una mujer silenciosa. Después de responder a los reporteros durante varias horas sobre sus años en prisión por violaciones que no había cometido, pudo hablar con ella. Al tenerla delante se sintió como un chiquillo nervioso. “Es lo único bueno que me ha pasado en los últimos 12 años, quizá en toda mi vida”, dice. Y por fin podía verla más allá de los barrotes de la prisión.

La mujer se había fijado en un artículo de la portada de EL PAÍS del 15 de septiembre de 2014. “Un condenado por violación sigue preso siete años después de que el ADN lo exculpe”, se titulaba. Quedó tan impresionada que quiso conocer al protagonista. Fue un día a la prisión a visitar a Van der Dussen, luego otro… y más tarde empezaron las cartas. Decenas, centenares. “Ella apareció en medio del infierno”, recuerda. “Ni las enfermeras querían darme en mano las medicinas porque yo era un violador. Y de pronto una mujer buena empezó a creer en mi inocencia y a hablarme con cariño. Me sonreía. Sentí de nuevo que era una persona, que podría volver a formar parte de la sociedad y recuperar mi dignidad”.

La mujer no quiere notoriedad, pero él la menciona siempre. Es lo único que le importa. “Siento que la vida, que tan mal me ha tratado, me está compensando ahora con su presencia. Espero no estropearlo. Una vida normal al lado de una mujer es algo que casi ni me he permitido soñar”. Ahora, muchos días cuando se despierta, ella es lo primero que ve. “En la cárcel no puedes ni dormir sin medicación. Por las noches estás nervioso, inquieto. Abrir los ojos y encontrarla a mi lado parece casi irreal, pero me tranquiliza de inmediato”. Se le empañan los ojos cuando lo cuenta, como si la mujer fuera a desaparecer en cualquier momento. Ha pasado de la soledad de la celda a tomar un colacao caliente acompañado por la mañana, a poder dar y recibir un masaje a media tarde. Nunca la había tocado antes. Ella no quiso contaminar su incipiente relación con la fealdad de la prisión, así que todo ha empezado con la vida en libertad. “Solo espero estar a su altura”, dice. Y se le vuelven a llenar los ojos de lágrimas.

Ahora le rodean los focos. Es el holandés inocente de la tele. En Palma de Mallorca, donde fue liberado después de que el Tribunal Supremo revisara parcialmente su condena, el pasado 11 de febrero, la gente le para por la calle. Le dan abrazos y ánimos. Él disfruta de cada pequeña cosa en libertad: las sábanas limpias que huelen a suavizante, una mañana en la playa, una cerveza en una terraza. Durante 12 años soñó con los quesos de su país cada vez que comía las insípidas lonchas de la cárcel, así que ahora ha llenado la nevera. Al día siguiente de salir de prisión pidió siete cafés en un bar a las siete de la mañana. Uno tras otro. “Necesito olvidarme de la vida pautada al milímetro”, dice. “La sensación de poder hacer lo que quieres a la hora que quieres y beber cortados sin parar si te da la gana es maravillosa”.

Pero los primeros días fuera de la prisión también están siendo complicados. Pasa de la euforia a la tristeza en un minuto. Del agradecimiento al rencor. De la confianza a la desesperanza. De la ira a la amabilidad extrema. En cada conversación introduce frases como “siempre digo la verdad, en serio”, “soy sincero, ¿entiendes?”, “yo soy buena persona, te lo juro”. Es un tic de alguien a quien nadie ha creído durante mucho tiempo. La cárcel le ha quebrado, reconoce, y no sabe muy bien cómo podrá volver a construirse una vida, ni si será capaz de hacerlo.

“¿Cómo te recuperas de que el mundo te haya tratado como una basura durante tantos años?”, se pregunta. “Como le suele suceder a los violadores en la cárcel, el mismo día que entré me dieron la paliza de mi vida. Fue tan brutal que estuve tres semanas en la enfermería. Los funcionarios sabían que no podían garantizar mi integridad, así que me metieron en una celda de aislamiento. Durante 18 meses estuve solo 23 horas al día, volviéndome loco, viviendo una pesadilla”.

Tras la condena, desfiló por cárceles de toda España. Siempre le acababan moviendo por su propia seguridad. “Lo primero que te piden los presos son los papeles. Quieren ver por qué estas allí. Y cuando lo saben, no hay piedad. Nadie te cree cuando les dices que eres inocente. Al final acabas tomando pastillas todo el rato para poder controlar la ansiedad”. En Palma de Mallorca, los presos como él están incluso separados del resto. Son los protegidos. Salen al patio cuando los demás ya han entrado, comen a diferentes horas… “Mis compañeros eran violadores, pederastas, maltratadores”.

Aún no sabe dónde va a vivir. Duerme en un austero piso de acogida en Palma que le presta un sacerdote de la pastoral penitenciaria, Jaume Alemany. Pero el Gobierno de Holanda le ofrece un apartamento en Kerkrade –un municipio cerca de Alemania rodeado de campos de tulipanes–, un subsidio para empezar de nuevo y asistencia psicológica. Sabe que lo más sensato sería aceptar. Está a punto de cumplir 43 años. En España no tiene más que dos mudas de ropa y algunos euros en el bolsillo. Le han ofrecido algún trabajo, pero no se siente con fuerzas por ahora. Aún tardará meses en cobrar la indemnización del Estado por el tiempo indebido en prisión, y la revisión de las dos condenas que le quedan –los casos en los que no se halló ADN que analizar– podría tardar años o no llegar nunca. Pero se resiste a marchar. No quiere dejar de ver a su ángel salvador y teme abandonarse en Holanda. Sabe que no está bien psicológicamente y que, haga lo que haga, nada será fácil. No tiene claro cómo incorporarse a una vida que se interrumpió hace 12 años y medio en una calle de Fuengirola.

2 de septiembre de 2003
Del paraíso a Alhaurín de la Torre

 

Esa mañana, como tantas otras del verano, había ido a la playa. Llegó pronto. Apenas había gente y estuvo paseando por la orilla. Aún recuerda la calidez del sol, el sonido de las olas… La plácida sensación de mirar el horizonte sin demasiadas preocupaciones. Unos meses antes había cerrado la heladería Irene de Fuengirola, en la que trabajaba, pero no estaba inquieto. Le habían entrevistado en un resort de Marbella y confiaba en encontrar algún empleo gracias a los cuatro idiomas que habla. Era un holandés de 30 años con ganas de copas y fiesta que quería disfrutar de la Costa del Sol.

Hacía un calor sofocante y pegajoso, y a mediodía decidió volver a casa. Vestía un vaquero cortado, una camiseta clara y chanclas. Solo llevaba una bolsa de plástico con aceite solar, una toalla y una cerveza. Iba a cruzar la calle de Oviedo del municipio malagueño cuando dos policías le pararon:

–¿Romano van der Dussen?

–Sí.

–¿Puede acompañarnos a comisaría? Queremos hacerle unas preguntas.

–¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿No me las pueden hacer aquí?

–Tiene que venir con nosotros. Está detenido.

Se resistió. No entendía por qué le arrestaban. Los agentes le llevaron al coche, le esposaron y le condujeron a la comisaría. Allí fue directo al calabozo. Fue la primera vez que escuchó que era “un violador de mierda”. Dos días después ingresó en prisión. No volvió a ver una playa en 12 años.

Poco a poco se fue enterando de qué le acusaban. Tres mujeres habían sido agredidas brutalmente en Fuengirola la madrugada del 10 de agosto de 2003, 23 días antes. Un extranjero había intentado violarlas. Las fotos de una de las mujeres muestran un rostro desfigurado por los hematomas. El ataque fue tan grave que la víctima, de 29 años, no podía recordar lo sucedido. Padecía una ansiedad extrema y era incapaz de salir sola a la calle.

Ella fue la primera atacada aquella noche, en la calle de Miguel Bueno. A 500 metros, en la avenida de Mijas, otra chica, de 33 años, fue abordada con la misma violencia una hora después. Un puñetazo la tiró al suelo, quedó inmovilizada y estaba a punto de consumarse la violación cuando un coche se paró cerca. El agresor salió corriendo con su bolso. Media hora después, en la calle de Sevilla, perpen-dicular a la avenida de Mijas, se abalanzó sobre otra mujer, una veraneante de Barcelona que logró zafarse cuando una vecina se asomó al balcón tras oír sus gritos de auxilio.

La policía se empleó a fondo para hallar al violador. En esos días había un cierto pánico por los crímenes sexuales en la Costa del Sol. Acababa de encontrarse el cadáver de Sonia Carabantes, una joven de 17 años de Coín, y poco después se supo que una muestra de ADN vincu-laba su muerte con la de Rocío Wanninkhof en Mijas en 1999, por la que se iba a juzgar ese otoño a Dolores Vázquez, que también resultó inocente. A mediados de septiembre se halló al culpable de ambos asesinatos: Tony Alexander King, un británico con antecedentes en su país por estrangulamiento y violación.

En el módulo de aislamiento de la cárcel de Alhaurín de la Torre, Van der Dussen tuvo como vecinos de celda a King y a otro británico que había matado a su hijo. 

El holandés trataba de ser optimista. Escribía cartas al juzgado con un diccionario para ofrecer testigos de su coartada y prestarse a cualquier cotejo de ADN. Creía imposible que tuvieran pruebas contra él porque no había hecho nada. Y además le estaban acusando de un delito del que, muchos años antes, había sido víctima su propia madre.

 

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