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"Sentí que la vida se había acabado"

Angel González González pasó 20 años preso en Illinois, a pesar de ser inocente.

Escrito en León el
"Sentí que la vida se había acabado"

PARTE I

Alguna vez, hace muchos años, Ángel González González soñó lo mismo que muchos jóvenes: una vida fuera de su pueblo natal, mejor calidad de vida, una novia... tenía planes, muchos planes.
Anhelaba vivir en la tierra donde, dicen, los sueños se cumplen.
Lo consiguió, pero una noche estuvo en el lugar equivocado en la hora equivocada y todo acabó.
Por 20 años cada mañana intentó despertar de la pesadilla en que se convirtieron sus sueños, pero al abrir los ojos veía los mismos barrotes blancos, gruesos, que lo mantenían encerrado en una celda.
Ahí debía pasar 35 años más, en la cárcel de Dixon, estado de Illinois, Estados Unidos.
Lo encerraron por secuestro y violación, tenía 21 años, pero hace unas semanas se comprobó su inocencia y quedó en libertad el 10 de marzo pasado, a punto de cumplir 42.
“Parece que estuviera despertando de una pesadilla”, platicó en entrevista con AM.

‘La vida es una ruleta’

El mayor de cuatro hijos de Ángel González y María González nació en un rancho llamado El Charco, en el municipio de Uriangato, Guanajuato, donde vivió carencias junto a sus papás y sus hermanos Lupita, Flor y Saúl.
La señora María y don Ángel planearon dejar el estado para buscar una vida mejor para todos, pero no era tan fácil, tenían cuatro hijos, poco dinero y sólo sabían trabajar en el campo.
Ángel, el mayor, fue el primero en emigrar, y lo siguieron los otros cinco integrantes de la familia. Se establecieron en un condado a casi dos horas de Chicago llamado Waukegan, donde la mayoría de los habitantes son de origen hispano.
Los cuatro hijos eran menores de 20 años, llegaron a un mundo desconocido pero se adaptaron rápido, les gustaba su nueva vida.
Vivieron tranquilos, platicó María. Todos trabajaban y poco a poco solucionaron su situación migratoria.
Obtuvieron la residencia, entraron a trabajar en manufactura en distintas fábricas y la vida les sonreía; empezaron a tener estabilidad económica, compraron su casa, sus autos, vivían cómodos.
Los cuatro hermanos habían encontrado el amor.
“Pero la vida es una ruleta”, platicó Ángel. “Un día estás bien, de fiesta, y al siguiente las cosas cambian para siempre”.

El día que todo cambió

La noche del 10 de julio de 1994 fue la última en dos décadas que Ángel caminó libre por las calles.
Salió a cenar con su novia, como cada fin de semana. Manejaba una camioneta Van blanca, y se estacionó en la calle, afuera de un bloque de departamentos.
Mientras tanto, una mujer de 54 años llamaba a la policía por ser víctima de secuestro y violación. Oficiales de la ciudad de Chicago llegaron al lugar y la encontraron devastada, herida física y sicológicamente respondía a todo lo que se le preguntaba.
Ángel platicó que los oficiales llegaron a la casa de la mujer y pedían pistas, señales, algo que los ayudara a localizar a los culpables.
La mujer supuestamente reconoció una camioneta blanca como la que fue usada en el crimen.
“¿Así como esa?”, le preguntó un policía señalando el vehículo parado bajo la ventana de su departamento. “Sí, así como esa”, respondió la mujer.
Era la camioneta de Ángel.
Cuadras más adelante los oficiales lo detuvieron. Lo acusaban de violación y secuestro, platicó Ángel.
“No hablaba nada de inglés. Me esposaron y me pusieron sobre el cofre de la camioneta”, dijo.
Las luces blancas de un vehículo le daban en la cara, Ángel apenas y podía ver. En ese vehículo viajaba la víctima, la mujer que lo acusaba.
“La señora decía ‘¡es él!’, y los policías le preguntaban que si estaba segura, y ella decía que sí, que no tenía dudas, que era yo el que la había atacado”.
Esa noche se lo llevaron detenido y lo acusaron formalmente, luego lo encerraron sin que la mujer lo hubiera visto de cerca y reconocido plenamente.
Pese a que la descripción que la mujer dio por primera vez a los oficiales no coincidía con la de Ángel, y a la declaración de cuatro testigos, que afirmaban que su novia y él estaban en otro lugar en el momento del crimen, se lo llevaron.
Encerrado, sin comunicación, dijo el paisano, la Policía le dio una declaración en español que decía: “Yo, Ángel González González, secuestré y violé a la ciudadana americana, y acepto ser responsable de estos crímenes”.
Cuando le pidieron que la firmara, el lo hizo diferente: “Yo, Ángel González González, no hice nada de lo que se dice aquí, soy inocente”, y entregó la declaración.
Un par de minutos más tarde, platicó el guanajuatense, llegó otro oficial con una declaración en inglés que decía lo mismo, donde él aceptaba ser el responsable.
Ángel platicó que el oficial le dijo “firma aquí, es para que el estado te designe un abogado de oficio”, y firmó. Lo demás ya es historia.
Ante un jurado que tenía la declaración firmada y el señalamiento de la víctima, Ángel González fue sentenciado por ambos delitos y recluido en la correccional de Dixon.
Su pena fue pasar 55 años de prisión por secuestro y violación de una ciudadana norteamericana.
“Sentí que la vida se había terminado. Y así fue. Al menos la vida que yo conocía, la de las fiestas los fines de semana, la de las cenas y reuniones familiares, la de los amigos. Todo acabó y volvió a empezar, pero de una forma no muy agradable”, dijo.

El infierno

El guanajuatense fue llevado a la cárcel de Dixon, “un lugar que no se puede comparar”.
Nadie hablaba español y él se obligó a aprender inglés. “Me cuesta mucho trabajo ahora hablar español, pasé 20 años solo escribiendo y hablando inglés, la vida me obligó y me tuve que adaptar”, dijo.
Después de todo, no saber ese idioma fue la causa de su encarcelamiento.
Fue puesto en la misma celda de un hombre afroamericano que estaba condenado por matar a sus papás, hermanos y sobrinos.
“Estaba en una celda donde un hombre había matado a los suyos, ¿qué podría esperar yo?”. Los primeros años dormía solo un par de horas, después se fue acostumbrando.
“Blancos en un grupo, negros en otro e hispanos en otro; jamás convivíamos con una raza que no fuera la nuestra”, dijo Ángel.
Bajó de peso, se puso a la defensiva, sonreía poco y no le gustaba interactuar con reclusos ni custodios.
“Yo era un payasito, nada tomaba en serio. Antes de todo esto me encantaba salir a tomar cerveza, estar con los amigos, estar con mi novia. Aquí debía acostumbrarme a estar con gente mala, sin rastro de humanismo, y aunque también hay gente inocente, es difícil diferenciarlas”.
Cada día era igual, evitaba la comida cada vez que podía. Se reservaba todo porque “confiar en alguien ahí adentro no es una opción”.
Después de ver todo lo que pasaba dentro de Dixon, Ángel tenía miedo pero nunca comentó nada, la estabilidad de su familia era primero.
“Sentí que me volvía loco. A veces perdía la noción y me preguntaba ¿yo hice eso? ¿realmente yo le hice tanto daño a alguien?, y creí que yo estaba mal, perdí el sentido de los días, había momentos donde me sentía culpable”.
Cada vez que esto pasaba recordaba a su mamá y a su novia. Ellas lo mantuvieron “en el piso”, le recordaban la persona que era, y aunque las visitas no eran suficientemente largas, bastaban para que no se sintiera solo.
La familia desde afuera lo apoyaba con dinero para que pudiera comprar cosas en la tiendita de la prisión, porque todos sabían que ahí la comida era mala.
Empezó a hacer su vida dentro de las rejas. Intentó aprender un oficio y se inclinó por la mecánica.
“Pero estando preso ¿qué te llena?, si no tienes nada, sólo los recuerdos”, evocó Ángel.
Un par de años después cambiaron a su compañero de celda. Llegó un joven de origen hispano, y Ángel fue presa del miedo otra vez. “No supe si era buena idea el cambio, porque no sabía la historia de ese hombre”.
Pero para él fue lo mejor que le pasó ahí dentro. El nuevo compañero era agradable, muy reservado, pero aprendió a contar con él.
“Jamás tocamos el tema del por qué estábamos ahí, y lo que aprendí fue que quien es inocente no habla de lo que le pasó, porque lo único que quieres es olvidar”.
Un día viendo la televisión se dio cuenta de que su compañero de celda estaba en el noticiero.
“Me sorprendí mucho, porque nunca platicamos de lo que nos pasó. Pero el reportero decía cómo habían pasado las cosas y que el chavo era inocente, también estaba ahí por equivocación”.
Las peleas entre reos eran constantes, sobre todo para los jóvenes: “Había gente que llegaba de barrios bajos y querían imponerse, pero, ¿sabes? eso es tonto. Yo solo me hacía para atrás porque sabía que ahí habría problemas”, y trató de nunca involucrarse en ninguna pelea.
Lo logró, porque él sabía que cualquier detalle lo hundiría aún más,”cualquier pretexto es bueno para complicar más tu situación”.
Con el tiempo perdió muchas cosas, incluso a su novia. Le pidió que ya no lo visitara y ella no regresó a la correccional.
“Le dije ‘quiero que te vayas, ya no quiero que vengas, quiero que hagas tu vida, que seas libre, porque yo no sé qué va a pasar aquí’”. Ahora ella tiene dos hijos, pero por muchos años estuvo al pendiente de Ángel.
“En la cárcel si no sabes lo que es el respeto te enseñan, y debes aprender rápido. La gente callada es a quien debes tenerle más respeto, porque no sabes qué es lo que pasa por su cabeza, algunos son inocentes, otros son asesinos sanguinarios”.

La esperanza

Tras tres años preso, Ángel González conoció “The Innocence Project” (Proyecto Inocencia), una organización sin fines de lucro que apoya legalmente a presos en Estados Unidos que hayan padecido violaciones durante sus procesos legales.
Mandó una carta solicitando su ayuda, pero el apoyo que pudieran darle no era garantía de salir de la cárcel.
Pasaron años sin que tuviera respuesta de la organización, pero por fin en 2012 tomaron su caso.
“Hay personas que con tal de salir libres mienten y lo único que hacen es complicar su situación, es por eso que los prospectos son elegidos cuidadosamente”, dijo Ángel.
En la prisión dormía con las luces encendidas. Todo el tiempo había custodios dando la vuelta toda la noche para evitar problemas.
Lo único que lo mantenía tranquilo era pensar en su mamá, su verdadera heroína.
“Mi mamá me dio la vida dos veces, una cuando nací y la otra mientras estuve preso, porque pareciera que ella estuvo así conmigo. Ella me mantuvo con la esperanza, con la fuerza para seguir. Hubo días de mucha tristeza, pero su imagen venía a mí y me reconfortaba. Yo tenía que salir de la cárcel, y no solo por mí, también por ella, esto es un premio para mi madre, por no darse por vencida”.
La señora María y su esposo, don Ángel, trabajaban duro porque junto con sus hermanos le pagaban un abogado particular para que trabajara en compañía de los de Proyecto Inocencia.
Y fue ahí donde Ángel conoció a Lauren Kaeseberg, la abogada a quien da el crédito por haberlo sacado de la cárcel, junto con la ayuda del Consulado General de México en Chicago y todo el equipo de Proyecto Inocencia.
Por fin los tribunales aceptaron reabrir su caso y se celebró audiencia tras audiencia para comprobar que el juicio había sido injusto con el chico de 21 años que sólo fue a dejar a su novia.
La esperanza estaba más viva que nunca, pero Ángel lo tomaba con calma.
Se solicitaron pruebas de ADN para determinar la culpabilidad, una prueba que no era confiable del todo porque la evidencia databa de 20 años.
“No quería ilusionarme pero creía en mi inocencia, yo sabía que yo no era ese monstruo que dijeron, así que me aferré a que podía salir libre”.
Y fue así como el martes 10 de marzo, después de una audiencia, le dieron la noticia: era inocente y saldría libre.

Concluye mañana

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AManece León

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