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La desinformación sigue avanzando

La democracia –y la estabilidad social– en el mundo enfrentan muchos retos, pero ninguno más grande que la desinformación concertada por distintos actores para obtener rédito político, corporativo o personal.

Escrito en Opinión el
La desinformación sigue avanzando

La democracia –y la estabilidad social– en el mundo enfrentan muchos retos, pero ninguno más grande que la desinformación concertada por distintos actores para obtener rédito político, corporativo o personal.

En Estados Unidos, el ecosistema de la discusión pública se ha visto profundamente deteriorado desde la llegada al escenario de Donald Trump. No se trata de que otros políticos antes no mintieran. El asunto es que Trump miente con particular descaro y sus mentiras apuntan a pilares esenciales de la convivencia pacífica y democrática.

Es difícil exagerar el daño que ha hecho Trump a la confianza en las instituciones democráticas estadounidenses con la patraña del fraude electoral. No está de más subrayar que más de 60 cortes desecharon los alegatos de fraude de Trump después del 2020. Está plenamente comprobado que no existió, ni en esa elección ni en ninguna anterior, caso alguno de fraude electoral en la historia moderna de la democracia de Estados Unidos. Ocurrieron irregularidades aisladas como en todas las elecciones del mundo, pero jamás un fraude de la magnitud y la importancia que ha vendido Trump. Es más: distintas versiones de aquellas semanas posteriores a la elección de noviembre del 2020 dan fe de que el mismo Trump sabía perfectamente que había perdido. Antes que aceptar su derrota, decidió enfangar con mentiras el andamiaje democrático de su país.

Las consecuencias han sido dramáticas. De acuerdo con varios sondeos, alrededor del 65% de los votantes republicanos cree, al día de hoy, que Joe Biden no es el presidente legítimo de Estados Unidos. En otras palabras, han perdido confianza en la democracia. Y todo por una mentira específicamente diseñada por un actor político para salvar cara y mantenerse con vida electoral.

La mentira como herramienta se ha extendido a la recta final de la votación de noviembre.

El huracán Helene devastó buena parte de Georgia y Carolina del Norte, estados cruciales en la elección. Antes que responder con apoyo y verdad a los miles de damnificados, Trump y sus acólitos optaron de nuevo por la mentira como estrategia de propaganda política. En las semanas desde la devastación, Trump se ha encargado de difundir calumnias sobre el uso de fondos de ayuda con los que cuenta el gobierno federal que encabezan Biden y Harris. Ha sugerido, por ejemplo, que los fondos en realidad se están destinando para ayudar a inmigrantes indocumentados antes que a apoyar a las personas afectadas por el huracán. Esto es falso. También ha mentido sobre los tiempos de respuesta de FEMA, la agencia de atención en emergencias, y la coordinación entre gobiernos estatales y la administración Biden, sugiriendo, por ejemplo, que los demócratas han preferido no ayudar a zonas republicanas de los estados afectados. Esto es falso también.

La lista de falsedades, en realidad, es larga.

Tan larga que no da tiempo de desmentirla antes de que haga el daño que Trump pretende, poniendo en duda, desde la mentira, la labor del gobierno al que pretende derrotar.

Evidentemente, no hay que ser ingenuos: todos los políticos mienten de una u otra manera. Pero lo de Trump va mucho más allá, no sólo en él calibre de mentiras, el daño que han ocasionado a la estabilidad institucional estadounidense y su efecto en la popularización del discurso público y la convivencia social.

La única ventaja de esa cultura de mentiras es que el periodismo parece despertar. Ante la oleada de desinformación que ha impulsado Trump, distintos periodistas en Estados Unidos se han dado a la tarea de desmentir calumnias, regresando a la esencia del oficio periodístico. Lo han hecho con un vigor notable, incluso durante los debates presidenciales. Es la decisión correcta. Si un periodista no desmiente las mentiras que confunden a sus lectores o audiencia, entonces no es periodista. Es otra cosa, pero no periodista.

El riesgo de faltar a esa esencia del oficio es claro y muy grave: cuando una sociedad pierde sentido de la verdad objetiva y la desconfianza en las instituciones se ve reemplazada por la confusión, la desinformación y el caos, el siguiente paso es el abismo.

@LeonKrauze
 

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