Si no te eligen, elígete tú
ECO DE LA MAÑANA
Hay temas que duelen porque tocan fibras muy profundas. Este es uno de ellos. Hablar de prioridades no solo es hablar de amor o interés: es abordar el lugar que ocupamos en la vida de los demás, la atención que recibimos y el valor real de nuestras relaciones. Es un asunto poderoso y profundamente humano, porque todos, en algún momento, hemos sido puestos en pausa por alguien a quien seguimos recreando en nuestra mente.
Existe un instante, casi imperceptible al principio, en que esa certeza se vuelve clara: no estamos donde creíamos, ni significamos lo que pensábamos.
Cuando descubrimos que ni siquiera figuramos entre las prioridades de alguien que sí es importante para nosotros, y su falta de reciprocidad se vuelve más evidente día tras día, el desgaste es inevitable en el entendido de que la correspondencia no es un lujo sino un principio básico entre quienes se eligen. Dar y recibir, buscar y ser buscado, estar y saber que alguien también está para ti, es lo que da sentido a los vínculos. Sin eso, lo que debería nutrir, termina por lastimar.
Esta situación puede tener raíces profundas. Quizá crecimos esperando un abrazo que nunca llegó o una atención dispersa, en circunstancias donde aprendimos que para ser queridos había que esforzarse, aguantar, demostrar; es decir, ganarse el afecto.
No soy psicóloga, pero seguramente esas heridas emocionales nos acompañan hasta la adultez y se activan justo en los lazos donde más deseamos pertenecer. Por eso insistimos y esperamos que las historias no se repitan. En ese afán por ser aceptados, muchas veces terminamos tratando de agradar.
Buscamos la aprobación del otro, adoptando sus gustos, su forma de ser, con tal de encajar, de ser la versión que creemos que quieren ver, con la esperanza de ser finalmente valorados o elegidos. Pero ese esfuerzo tiene un costo: se pierde la autenticidad, y el intercambio se vuelve imposible porque dejamos de habitar nuestra propia vida. En esa necesidad de atraer o cautivar para ser aceptados, solo queda la imitación, algo que no somos y que nos mantiene en una línea muy frágil. Y cuando damos espacio a eso, aumenta la confusión, la vulnerabilidad y la angustia. Lo curioso es que no nos damos cuenta de inmediato, porque a menudo se disfraza de paciencia, de tolerancia, incluso de amor incondicional. Y el precio es bastante alto porque nos desgastamos emocionalmente, perdemos la alegría y, finalmente, dejamos de ser quienes somos.
Por eso es tan importante reconocer a tiempo el desinterés, para que no se convierta en ancla, sino en el impulso para volver a elegirnos. Ese acto es enorme en valentía, ya que implica dejar atrás cosas a las que estamos acostumbrados y comenzar desde el autorreconocimiento, no para llenar vacíos, sino para cuidar lo que ya se posee. Comprender que lo mutuo no significa igualdad en cantidad, sino en intención, cuidado y presencia física y emocional.
Y a quien elige ignorar, evadir o herir con su frialdad, debe saber que su actitud no solo daña a quien la recibe, sino que también refleja una pérdida profunda: la incapacidad de valorar lo que realmente importa. Debe saber que la indiferencia también es una forma de violencia. Cancelar a alguien haciéndole sentir invisible tiene consecuencias ya que afecta la autoestima, fractura las relaciones, y no me refiero únicamente a las parejas. Esta carencia de inteligencia emocional, también se presenta en amistades, en compañeros de trabajo que te borran con el trato, en padres que evaden a sus hijos con la ley del hielo.
Así que, si hoy detectas que no eres prioridad para alguien, no te castigues por haber querido. No te recrimines por haber intentado. Solo recuerda que no tienes que ser suficiente para quien no quiere corresponderte. Tienes que ser honesto contigo, con tu tiempo, con tu esencia, con todo lo que eres, y eso basta y sobra para reconstruirte, levantarte y seguir, sabiendo que mereces mucho más.