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El camino correcto

El combate a la corrupción se ha convertido en un cliché muy utilizado por los gobernantes y ciudadanos para ganar simpatías y apoyos, ya sea en su ejercicio de gobierno o como candidatos a ocupar puestos gubernamentales.

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El combate a la corrupción se ha convertido en un cliché muy utilizado por los gobernantes y ciudadanos para ganar simpatías y apoyos, ya sea en su ejercicio de gobierno o como candidatos a ocupar puestos gubernamentales. Sin duda a nadie le parece bien que el dinero público, que es de todos, acabe en poder de solo algunos individuos u organizaciones, al desviarlo de lo que debería ser su único fin: invertirlo en la población para resolver sus problemas o sus necesidades.

Es un tema que todos los ciudadanos deberíamos denunciar sin pensarlo, algo natural desde nuestra condición humana bien intencionada de poner y proteger el bien colectivo por encima del bien individual; sin embargo, lamentablemente no siempre sucede así, es más, muchas veces le damos la vuelta a la denuncia, por una cómoda, desinteresada, egoísta o incongruente postura personal de no meternos en problemas o de no afectar nuestros propios intereses.

Denunciar la corrupción tiene consecuencias, cuando debería ser algo que se le facilitara al ciudadano, pues no se trata de solo hacer una llamada anónima para cumplir y quedarse confiado en que a partir de ahí las autoridades harán su trabajo. No, hoy en día denunciar presuntos actos de corrupción significa personalizar, redactar y presentar escritos y pruebas ante las autoridades, ganarse enemigos de inmediato, presentarse a audiencias conjuntamente con la parte acusada y, finalmente, enfrentarse a que, por cuestiones legalistas, no haya sancionados.

De esta forma, en exservidor público que emitió un oficio que otorgaba beneficios fiscales a un particular, bajo una lógica e interpretación totalmente distorsionada y única, y que generó perjuicios a la hacienda pública, no solamente no recibe un castigo, sino que puede continuar trabajando en gobierno.

Lo mismo ocurre con otro exservidor público que presuntamente asumió atribuciones que no le correspondían, pasando por encima de quienes de forma colegiada debieron haber decidido, y propició un acto que dispuso de un bien inmueble destinado a la educación, para que posteriormente fuera adquirido por un particular para anexarlo a su propiedad.

O que tal un representante popular que calumnia y difama a un ciudadano sin ninguna prueba, no solamente no es sancionado, sino que intenta voltear la realidad, asumiéndose como ofendido cuando es exhibido en sus faltas a la verdad.

Casos como los antes citados, envían un decepcionante mensaje de impunidad que afecta y fractura la credibilidad de quienes piensan que se puede y deben sancionar las presuntas irregularidades de servidores públicos.

Cuando un ciudadano se incorpora a la política y se aventura a denunciar, con el idealismo de querer cambiar las cosas para influir en tener un mejor entorno comunitario para vivir, se acaba dando cuenta que más bien en política, el idealismo es sinónimo de ingenuidad, y que, en esas ganas de cambiar y mover las estructuras, va a encontrar muchos obstáculos y enemigos, en lugar de aliados.

Pareciera que el sistema está hecho para inhibir la denuncia, diseñado para fomentar a la impunidad y no para sancionarla; que está hecho para recompensar al que obedece y tristemente, enfocado en la protección selectiva, por encima del bien común.

Todo lo anterior genera gran desconcierto, pero eso no debe ser motivo para que dudemos sobre cuál es el camino correcto, ni abandonar la denuncia, pues si queremos una sociedad que avance, hay que asumir el compromiso de señalar cualquier presunto acto de corrupción u omisión que impacte en el erario y genere una afectación a la población.

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