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El ecosistema

Un avión privado aterriza el 25 de julio en el aeropuerto de Santa Teresa, Nuevo México. De inmediato, agentes de la DEA proceden a detener a sus pasajeros: Joaquín Guzmán López, uno de los hijos de El Chapo -el más icónico de los narcos mexicanos-, e Ismael Zambada.

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Del inmenso sainete en torno al "Mayo" no es difícil colegir lo obvio: no hay una frontera nítida entre el Estado y el crimen organizado.

Un avión privado aterriza el 25 de julio en el aeropuerto de Santa Teresa, Nuevo México. De inmediato, agentes de la DEA proceden a detener a sus pasajeros: Joaquín Guzmán López, uno de los hijos de El Chapo -el más icónico de los narcos mexicanos-, e Ismael Zambada, El Mayo, otra de las grandes figuras del llamado Cártel de Sinaloa. Aparentemente -y así ha querido reiterarlo una y otra vez el presidente López Obrador para evitar la vergüenza-, el gobierno mexicano en ningún momento estuvo al tanto de la operación y solo se enteró de la captura de los dos capos una vez consumada esta.

A partir de ese instante, las especulaciones se superponen en capas cada vez más gruesas. Algunos sostienen que uno y otro se entregaron voluntariamente a Estados Unidos -lo cual aliviaría el hecho de que un ciudadano mexicano haya sido secuestrado por fuerzas extranjeras en territorio nacional- en busca de un trato privilegiado; otros afirman, desde entonces, que solo Guzmán habría colaborado con la DEA y que Zambada, en cambio, habría sido engañado -en teoría, para visitar ciertos campos de cultivo- o incluso sometido por este.

Días después, el abogado de El Mayo hace pública una carta en la que ofrece una versión radicalmente distinta: según esta, Zambada en efecto fue entrampado por el Chapito, pero para asistir a una reunión de conciliación entre dos políticos rivales -y, para colmo, antiguos rectores de la Universidad de Sinaloa-: el gobernador Rubén Rocha Moya y el diputado electo Héctor Cuén Ojeda. Por si esto no bastase, afirma asimismo que Cuén se dirigía precisamente a esa reunión cuando fue asesinado.

Puesto contra las cuerdas -nada lo irrita más que las acusaciones de connivencia con el narco-, López Obrador insiste en que todo es parte de una campaña para desprestigiarlo y, al lado de Claudia Sheinbaum, viaja a Sinaloa a darle todo su apoyo a Rocha. Para deslindarse, este ha hecho público que justo el día de la supuesta cita había viajado convenientemente con su familia a Estados Unidos. No puede dársele crédito, insisten todos, a un criminal, por más que una y otra vez el Presidente se valiera de los dichos de otros criminales para denunciar los vínculos de Genaro García Luna con el narco.

Del inmenso sainete -uno más en la larga y tortuosa relación entre México y Estados Unidos en materia de seguridad- no es difícil colegir lo que ha sido obvio desde hace décadas: no existe una división o una frontera nítida entre el Estado y el crimen organizado, sino que ambos forman parte del mismo ecosistema. Con su puritana y muy católica "guerra contra el narco", Calderón quiso convencernos de que había, por un lado, un bando heroico y bueno, representado por el Ejército y las fuerzas de seguridad -y, por supuesto, los militares y políticos que las encabezaban- y, por el otro, un grupo de feroces criminales que había que detener o acribillar a toda costa. Su fracaso -y el origen de la atroz ola de violencia que llega hasta nosotros- se debió a esta fantasía ideológica: el crimen organizado se halla tan imbricado en la sociedad que no hay manera de extirparlo sin destruirla en el proceso.

López Obrador ha sido más explícito sobre esta amalgama que sus predecesores: su lema de "abrazos, no balazos" -que no es, por supuesto, una estrategia, sino una más de sus batallas retóricas- lo único que implica es que el Estado no puede balacear a todos los criminales porque se aniquilaría a sí mismo, junto con enormes porciones de otras comunidades. Su anhelo -tan frustrado como el de Calderón- ha sido otro: volver a los tiempos en los que el Estado y los narcotraficantes podían entenderse sin violencia.

Aun si El Mayo fue engañado, el solo hecho de que le haya parecido normal mediar entre el gobernador y su rival político refleja con claridad dónde estamos. El problema es que, obsesionado con entregarle el control total de la situación a los militares, AMLO no se ha preocupado por lo único que en verdad podría frenar la violencia: construir un Estado de derecho en un país que es, en esta materia, un Estado fallido.

 

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