El tiempo de Sheinbaum
Si la mayor astucia del diablo consiste en convencernos de que no existe, la de López Obrador consistió en convencernos de que ha defendido posiciones de izquierda cuando en los hechos ha llevado a sus límites una agenda reaccionaria que solo podría asociarse con la derecha más autoritaria y radical
Un régimen conservador que insulta a sus adversarios llamándolos conservadores. Y un gobierno neoliberal que tilda de neoliberales a los gobiernos que lo precedieron. Si la mayor astucia del diablo consiste en convencernos de que no existe, la de López Obrador -el más perverso de nuestros políticos- consistió en convencernos de que ha defendido posiciones de izquierda cuando en los hechos ha llevado a sus límites una agenda reaccionaria que solo podría asociarse con la derecha más autoritaria y radical.
En ese cotidiano ejercicio de manipulación operado desde las mañaneras -una brillante estrategia de agit-prop-, AMLO mintió de forma sistemática, alteró datos y los sacó de contexto, atacó e insultó tanto a sus enemigos como a sus críticos y violó la ley con desfachatez, en un tono altisonante y soberbio, puntuado por su parsimonia y su extravagante sentido del humor, decidido a crear un discurso que lo modelase como el campeón de los pobres y los desfavorecidos y en el azote bíblico de las élites corruptas -en este punto jamás le faltó razón- que se repartieron el poder antes que él.
El mecanismo resultó tan eficaz que la mayor parte de los ciudadanos -el 70 % que le asignan las encuestas- y buena parte de los observadores extranjeros siguen asociándolo con esa izquierda global que se enfrenta a la ultraderecha que gana terreno en casi todas partes. Asistimos a uno de los más pasmosos ejemplos de travestismo ideológico de nuestra era. López Obrador jamás fue un hombre de izquierdas: se formó en el PRI -ese batiburrillo nacionalista, populista y autoritario- y hoy constatamos que ni una sola de sus medidas se apartó de sus cimientos. En el camino, se hizo acompañar por militantes o simpatizantes de izquierda que apenas lograron hacer otra cosa que aderezar su programa con leves tintes progresistas.
Entretanto, comenzó a traicionar uno a uno todos los principios básicos de la izquierda. En primer lugar, canceló su promesa de construir una seguridad pública civil y militarizó al país en su conjunto -él mismo lo llamó así con Calderón y no hay otra forma de nombrarla-, otorgándole al Ejército un poder inaudito en democracia. Al hacerlo, eliminó la posibilidad de resolver el caso de Ayotzinapa -otro de sus compromisos- y optó por la misma prioridad de Peña Nieto y Murillo Karam: la exculpación del Ejército.
Al mismo tiempo, desdeñó el conjunto de la agenda social de la izquierda, así como la apuesta por la diversidad o la inclusión, convirtió en sus enemigos a los colectivos feministas o a las asociaciones de víctimas, se desentendió de las políticas ambientales y las energías limpias y apostó de nueva cuenta por los combustibles fósiles. En un país destrozado por la violencia, en seis años jamás se preocupó por instaurar un auténtico Estado de derecho: prefirió, en cambio, valerse de cualquier resquicio legal, heredero del antiguo sistema, para acrecentar su poder y controlar el aparato del Estado: de ahí el desmantelamiento de la CNDH o su batalla contra los órganos autónomos. Aprobada a un mes de abandonar Palacio, su reforma judicial no está diseñada para acabar con la impunidad -que padecen sobre todo los pobres-, sino para apoderarse del Poder Judicial.
Se repetirá en su defensa que el aumento a los salarios mínimos y el alud de apoyos directos son auténticas medidas de izquierda; sería así si no fuera porque, para financiar estos últimos, jamás se planteó una reforma fiscal progresiva -la medida progresista más urgente-, sino que lo hizo a costa de la austeridad republicana que destruyó la capacidad de acción del Estado en áreas cruciales para los desfavorecidos, como la salud o la educación (por no hablar de la ciencia o la cultura). Al hacerlo, generó una privatización escondida de los servicios públicos de corte trágicamente neoliberal.
A diferencia suya, Sheinbaum siempre militó en la izquierda. Si aspira a ser coherente -y a salvarse a sí misma y al país-, a partir de ahora deberá batirse contra el conservadurismo que le ha heredado AMLO y apostar, por primera vez en nuestra historia, por un gobierno de izquierda.
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