La muerte del toreo
En la CDMX prohíben matar toros y solo dejarán que las corridas sean sin la culminación de la estocada mortal. Los animales no serán sacrificados en el redondel, vivirán un tiempo más antes de ir al rastro para morir ahí. No tendría sentido que los regresen a verdes campos para pastar.
La discusión sobre la violencia y sacrificio público de los bellos animales tiene varios años. Una especie de sociedad protectora de toros (animales) influye en los gobiernos de España y de México para acabar con el sacrificio de los toros. Los taurinos de corazón alegan que los animales bravos terminarían sus días si se prohibieran las corridas. Nadie los criaría para dejarlos pastar como bellas estampas en las haciendas. Terminaría la especie.
Hace algunos años discutía -por llevar la contra- con Salvador Suárez “El Mosco”, sobre la violencia ventajosa del torero sobre el toro, un pobre animal que bufa enardecido por las puyas de picadores y banderilleros, porque es burlado casi siempre con una tela colorada, con poca oportunidad de acabar con su enemigo el torero que, armado, da cuenta de cientos de los de su especie al final de su carrera.
“Don Mosco”, como le decíamos de cariño, encontró un artículo de Mario Vargas Llosa con argumentos contundentes en defensa de la tauromaquia. Durante varias semanas pidió que lo leyera para convencerme de lo equivocado que estaba sobre la materia. Hasta que un día sacó el comentario del periódico y casi me obligó a leerlo.
Vargas Llosa cuenta que estaba en una comida de postín con aristócratas españoles. La anfitriona criticaba la crueldad y el trato del toro. En cuanto sirvieron una langosta, el escritor preguntó socarronamente a la señora si sabía cómo era la cocción de lo que los comensales estaban a punto de engullir: las langostas son cocinadas vivas en agua hirviendo. Aunque no bufan, podemos imaginar lo que sienten esos crustáceos antes de llegar a nuestro estómago. El argumento era impecable, cada quien tiene su forma particular de disfrutar el sufrimiento de otras especies, cuando las comemos, las cazamos o las ponemos a perseguir capotes.
Años atrás trataba de comprender el arte taurino. En la memoria está el que fuera el más grande de los toreros mexicanos: Manolo Martínez, un tipo que se plantaba como nadie frente al astado; su grandeza era que torear pareciera un asunto sencillo. Hacía lo que quería con el toro. Sin embargo, su carácter dejaba mucho que desear.
Cierto, hay arte en los toros, hay cultura taurina, hay convivencia taurina heredada desde principios de la Conquista en los pueblos de México. Cinco siglos para ser exactos. Pero también hay violencia heredada del Circo Romano. Desde allá nos viene el extraño y salvaje gusto por ver peleas de animales contra animales o contra miembros de nuestra especie.
Los toros brindan tal pasión que aficionados pelean con autoridades para impedir la afrenta de quitarles su tauromaquía. Lo que ellos llaman “cultura taurina”. Música, pintura y literatura tienen también siglos de alimentar esa cultura. Pinturas de Picasso, pasodobles y narraciones como la magistral crónica de Ernest Hemingway llamada “Muerte en la tarde” son y serán obras inmortales.
La cultura cambia y hoy el 70 % de los españoles no está de acuerdo en el sufrimiento impuesto a los toros. La “Fiesta” se extingue y el dolor para los taurinos es tanto como el de picos, banderillas y una tragedia con el estoque final: matar la muerte del toro en un ruedo.
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