Mundo raro
En el campo. Cada tantos años, Jorge Ibargüengoitia olvidaba que no le gustaba la ópera: a la primera aria, maldecÃa su pésima memoria.
En el campo. Cada tantos años, Jorge Ibargüengoitia olvidaba que no le gustaba la ópera: a la primera aria, maldecÃa su pésima memoria.
Algo similar me pasa con la tierra virgen. De manera incorregible, pertenezco a la legión de quienes se relacionan con la naturaleza a través del supermercado.
El sitio donde las verduras y los pollos se hallan en pleno crecimiento nunca me ha resultado estimulante. Hace años estuve en la granja de unos amigos. Me asombró la dedicación con que cultivaban su hortaliza y su cercanÃa a los animales. Al entrar a un corral dijeron: "El pavo te ve raro". La verdad, yo no habÃa advertido que me mirara de ningún modo. Luego agregaron: "Acaba de perder a su pareja; por eso desconfÃa de ti".
Me conmovió que mis amigos conocieran la historia sentimental de sus animales hasta que supe que el pavo perdió a su pareja porque ellos se la habÃan comido. La noche anterior, yo mismo la habÃa probado en un paté.
"El pavo la olió en tu cuerpo", explicó mi amigo. Lo que parecÃa una fábula de entendimiento entre el ser humano y el animal se convirtió en una parábola de la depredación.
No es fácil convivir con los alimentos. En mi infancia, las familias solÃan criar un guajolote en la azotea para comerlo en Navidad. Cuando llegaba el momento de emborracharlo y torcerle el cuello, ya nos habÃamos encariñado de él. El tiempo y la modernización nos convencieron de que era mejor comprar pavos congelados, que son menos sabrosos, pero llegan a la mesa sin que atestigüemos su sacrificio.
En Yucatán se prepara un platillo metafÃsico, el "pavo huido", que consiste en servir el relleno sin el animal que debe contenerlo.
La gastronomÃa no puede quitarle misterio al ave que en Occidente sirve para rezar en Navidad o Acción de Gracias. Pero si Dios atendiera esas plegarias, no recompensarÃa a quienes se disponen a devorar a su presa, sino que resucitarÃa al pavo.
En la ciudad. A diferencia del campo, la ciudad me genera la impresión de ser comprensible. Un lugar con flechas y señales de tránsito. Sin embargo, basta ir a otra ciudad para que la norma se convierta en sobresalto.
En 2009 estaba en Barcelona y vi una alarmante fotografÃa en la portada de El Periódico de Catalunya: un vagón del Metro pasaba a escasos centÃmetros de la ventana de un edificio. Imaginé lo que serÃa vivir con la sensación de estar a punto de ser arrollado.
Le mostré la foto a mi hija, entonces de nueve años, y ella descubrió otros detalles: una jaula de hámster y un bebedero especial para esa clase de roedores. El asunto se volvió aún más dramático. El departamento era una jaula que contenÃa otra y colindaba con una tercera jaula: el Metro. La vida urbana me pareció una sucesión de encierros, similar a la progresiva claustrofobia de las cajas chinas.
Recordé el pavo viudo que habÃa visto en el campo y su melancolÃa me pareció tan triste como la angustia del hámster condenado a dar vueltas en su rueda mientras el edificio temblaba a causa del tren elevado.
Poco después, Barcelona me deparó otra versión del cautiverio urbano. Al salir de una fiesta pasé por la estación Muntaner y vi un letrero que, según me pareció, anunciaba servicio nocturno. Según supe después, la publicidad se referÃa a los horarios del dÃa siguiente, el de San Juan, que ahà es feriado, pero no tuve tiempo de leerla porque oà un rumor que se aproximaba al andén y bajé las escaleras para alcanzarlo.
Ya abajo, vi pasar un vehÃculo amarillo, con hombres embozados en escafandras que hacÃan trabajos de limpieza. No habÃa nadie más en la estación. El silencio delataba la falta de toda actividad y después de un rato decidà salir. Fui al otro extremo del túnel, pero la puerta estaba cerrada. Regresé a la boca por la que habÃa entrado y encontré algo atroz: una cortina de metal me cerraba el paso.
Busqué un teléfono o un botón de emergencia. Nada. Me sentà como una mosca en un frasco. ¿PasarÃa la noche en el andén hasta el dÃa de mi santo? Desesperado, golpeé la puerta hasta que la cortina se elevó con el prometedor zumbido de la libertad.
La realidad es un extraño sistema de digestión: en el campo, un pavo me vio con recelo porque supo que habÃa comido a su pareja y en la ciudad fui engullido por un mecanismo que tuvo la amabilidad de vomitarme.
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