Hablando de VIH no se puede ser tibio. Al día de hoy, nuestras políticas sanitarias siguen presentando un defecto común y es creer o fingir que los virus se detienen con discursos, que la moral pública puede sustituir al presupuesto o que hacer invisible un problema equivale a su solución. Mientras tanto, esta enfermedad sigue ahí, persistente, silenciosa, constante, esperando a que por fin un país pague lo que cueste por erradicarla.

La evidencia es aplastante, puesto que cuando un país decide invertir de verdad en VIH, la transmisión se desploma como un castillo de naipes. No hace falta recitar cifras, pues basta con observar patrones y en las regiones donde la respuesta de los sistemas sanitarios es generosa, continua y basada en evidencia, se ve como los nuevos diagnósticos bajan año con año, pero, donde la respuesta es tibia, fragmentada o moralista, la epidemia se enquista y avanza. 

El VIH, a diferencia de otros virus, no progresa a una velocidad demencial pues tiene otro ritmo, otra cadencia que aprovecha vacíos institucionales, silencios presupuestales, estigmas heredados y decisiones políticas que nadie se atreve a firmar. La persistencia de este azote no es por mera biología, es por esa falta de responsabilidad disfrazada de austeridad.

La ciencia ya resolvió el acertijo y conocemos lo que funciona: el diagnóstico oportuno, tratamiento inmediato y supresión viral sostenida. El hacer “pruebas, pruebas y más pruebas”, disponibilidad real de antirretrovirales, terapias pre y post exposición de acceso rápido y sin trabas, educación sexual cabal que no cede a conservadurismos ni a motivaciones pseudoprogresistas y eliminación de barreras que mantienen a las poblaciones clave al margen, es lo que reduce las transmisiones. Todo lo anterior está probado, todo lo anterior existe, pero todo lo anterior cuesta. Justamente, aquí está el punto: no se quiere pagar por lo que sí funciona.

Los sistemas de salud son hábiles en financiar lo inofensivo, como campañas insípidas, folletos que todo mundo ignora o promesas huecas, pero tiemblan cuando se trata de financiar lo que realmente cambiaría la curva epidemiológica que son las pruebas accesibles y sin pretextos, clínicas abiertas con atención continua, médicos adiestrados, laboratoristas bien pagados, medicamentos sin burocracia y programas que den batalla a los prejuicios de frente y sin titubeos. Al final del día, la prevención efectiva se vuelve incómoda porque obliga a reconocer que la epidemia se mantiene viva no por falta de alternativas terapéuticas, sino por una falta completa de voluntad política.

Aquellas sociedades que han tenido los mejores resultados en temas de VIH no tuvieron epifanías o visiones divinas, al contrario, tuvieron decisiones terrenales como asignar presupuestos robustos. Ahí donde se invirtió sin titubeos, la transmisión ha descendido con una claridad contundente y, contrariamente, en donde se “pichicatea”, se regatea, se moraliza o se postergan decisiones, el virus encuentra terreno fértil para seguir circulando.

No tengo empacho con decirlo con todas sus letras: México ha sido particularmente cobarde en enfrentar el VIH con presupuesto y uso ese término pues nuestro país prefiere discursos morales a inversiones reales. Cobarde porque pretende que “la epidemia es pequeña, manejable o marginal”, cuando en realidad debería ser una de las prioridades de atención. Es cobarde porque se niega a financiar lo que sí funciona e ignora lo que incomoda. Al final, esa cobardía presupuestal, acumulada por años, es el combustible que mantiene circulando al virus.

El VIH no infecta al azar, le encanta hacerlo donde el Estado prefiere ausentarse. Infecta donde se normaliza el estigma, donde la educación sexual se censura o se pervierte, donde el acceso a tratamientos se vuelve un privilegio, donde la carga viral depende de la potencia del bolsillo y donde la salud se subordina a la reputación política. Infecta a todos aquellos que el Estado ha decidido no mirar.

No nos hagamos tontos: la cura estructural para el VIH es el dinero. No es ni de cerca una metáfora ni abstracción, estamos hablando de presupuesto real, que debería ser asignado con esa misma urgencia con la que se financian campañas electorales, megaproyectos o crisis de reputación. Mencionar lo anterior es incómodo e incluso grosero, porque expone la hipocresía de aquellos que hablan de “compromiso” y destinan incluso “un día” para su conmemoración, pero aprueban presupuestos miserables que condenan a la continuidad de la epidemia. 

Alguien tiene que decirlo: un país que invierte en VIH gana y si no lo hace, pierde. Ahora, cuando un país pierde frente al VIH, se destruye la dignidad de la población. El virus no es quien nos derrota, es la mezquindad, la cobardía y tibieza. Acabar con el VIH en México es factible, falta que se quiera pagar por ello.

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