“La inmoralidad del cinematógrafo” era la maldición de 1926.

Ese año, hace un siglo, el cine lo había cambiado todo. El furor que desataban en los espectadores las películas mudas había dejado ecos que consideraban “perniciosos” para la sociedad mexicana.

Los diarios bautizaron aquel fenómeno como “el cinematismo”. Las mujeres se vestían, caminaban, parpadeaban y besaban como las grandes divas de Hollywood. Usaban vestidos escotados, de manga corta, que dejaban las pantorrillas al aire.

Para acabarla se maquillaban, se pintaban los labios en forma de corazón y se habían adherido a la moda de andar con el pelo corto hasta la nuca, “al estilo Bob”.

El maquillaje se convirtió por vez primera en un artículo de uso corriente y dejó de ser asociado con los burdeles y la prostitución. En una entrevista para El Universal, la tiple y actriz Celia Montalván confesó que gastaba diez pesos diarios en polvos, rímel, lápices, rouge y lociones.

En medio del escándalo, los curas intentaban negarle a “las pelonas” el acceso a los templos. Para colmo, el cinematógrafo había desatado en la ciudad una epidemia de besos. Las parejas elegían los cines más oscuros —el Venecia, el Olimpia, El Salón Rojo— para acurrucarse en la complicidad de las sombras e iniciar sonoros intercambios.

La Iglesia, los Caballeros de Colón y la Unión de Damas Católicas ponían el grito en el cielo. “Los cines son escuelas para criminales y celestinas para la inmoralidad”, se leía en una página de El Demócrata.

Desde Excélsior se emprendió, simultáneamente, una campaña sistemática contra la inmoralidad pública y contra las “taras colectivas” que estaban provocando “las actitudes peliculescas”.

Aurelio de los Reyes (Sucedió en Jalisco o Los Cristeros. Cine y sociedad en 1896-1930) relata el caso de un hombre que patentó un aparato que diluía la oscuridad de las salas cinematográficas para “tranquilidad de los padres y jefes de familia”. El invento no prosperó. Nada logró detener la epidemia de besos a la Pola Negri desatadas en calles solitarias “y en el interior de los fordicitos”.

Ese año se intentó una campaña feroz contra el beso público. Celosos gendarmes remitían a los novios a las delegaciones, para vergüenza de los inflexibles pater familias.

A la tensión entre el cine y la escandalizada iglesia católica contribuyeron los diarios principales, que solían abrir su segunda sección con fotos, notas y reportajes sobre la vida en la Meca del cine.

La muerte de la actriz Barbara LaMarr, víctima de las drogas, y quién pasó sus últimas horas convertida en una “rosa pútrida”, sacudió al público mexicano tanto como la extinción de otro de sus ídolos: el apuesto Wallace Reid, al que la heroína transformó en una calavera de color amarillento.

Fuera de las salas cinematográficas y de las campañas moralizadoras, en 1926 hervía el ambiente político que durante los 36 meses siguientes cubrió a México de sangre y barbarie, y lo condujo a una guerra feroz —la Guerra Cristera— que dejó en los campos y los paredones de fusilamiento unos 250 mil muertos —entre las bajas sufridas por los combatientes de los dos bandos y las sufridas por la población civil.

1926 es el año en que el gobierno del presidente Plutarco Elías Calles publicó la ley que reformaba el Código Penal para acotar el poder de la Iglesia, y prohibía el culto fuera de los templos, limitaba el número de los sacerdotes católicos, a los que obligaba a registrarse ante la autoridad civil y, entre otras cosas, sancionaba con multas y con cárcel a quienes impartieran la enseñanza religiosa o indujeran a la vida religiosa. Después de años de matanzas, el gobierno intentaba centralizar el poder del Estado.

Pero la respuesta de la Iglesia fue tajante: suspendió el culto público, reunió dos millones de firmas como recurso para lograr que se reconsiderara la aplicación de las leyes, y llamó a un boicot comercial contra el gobierno. Mandó a los católicos, además, a vestir de luto en las calles.

Los templos, mientras tanto, quedaron abandonados. Cuando el gobierno decidió llevar a cabo un inventario de los bienes, halló las iglesias repletas de gente que deseaba “defender su religión”. No tardó en enviarse al Ejército, y no tardó en correr la sangre.

Calles respondió prohibiendo también el culto privado: comenzaron las redadas para perseguir y castigar incluso con la muerte a quienes participaran en misas y celebraciones.

Ese mismo año vino el estallido que Jean Meyer documentaría de manera magistral en una amplia investigación (La Cristiada, 1973) que recoge uno de los momentos más cruentos y escalofriantes de la historia de México: el que explotó hace un siglo bajo el grito de ¡Viva Cristo Rey! y llenó el país de muertos que para unos fueron “mártires” y para otros “cabecillas”, “bandoleros”, “fanáticos”.

El odio y la división llegaron entonces a niveles de crueldad extrema: la ciudad del cinematógrafo, la moda, los besos prohibidos y las campañas moralizadoras no tardaría en ser tocada, sacudida por el violento caudal de los acontecimientos.

Todo parece estar tan lejos, todo parece estar tan cerca.

@hdemauleon

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