XXIII domingo del tiempo ordinario
La presencia de Dios se muestra también en signos corporales, palpables, por eso el profeta Isaías anuncia al pueblo, que se encuentra deportado en Babilonia: “¡Ánimo! No teman. He aquí que su Dios, vengador y justiciero, viene para salvarlos. Se iluminarán entonces los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Saltará como un venado el cojo y la lengua del mudo cantará”. Y cuando el corazón humano se abre a las bondades de Dios, entonces hasta la naturaleza entera se ve beneficiada (Cfr. Francisco, Laudato si): “Brotarán aguas en el desierto y correrán torrentes en la estepa. El páramo se convertirá en estanque y la tierra seca, en manantial” (Is. 35, 4-7).
Las promesas divinas anunciadas por el profeta logran un primer cumplimiento cuando, a poco tiempo, el pueblo es liberado de la esclavitud, teniendo la posibilidad de regresar a la tierra prometida. Pero el cumplimiento definitivo se realiza en Cristo, quien nos ofrece una liberación integral, la liberación del hombre completo, situación expresada hoy en el santo evangelio: “Le llevaron entonces a un hombre sordo y tartamudo, y le suplicaban que le impusiera las manos. Él lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Después, mirando al cielo, suspiró y le dijo: ¡Effethá! (que quiere decir ¡Ábrete!). Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin dificultad” (Mc. 7, 31-35).
Son muchos los elementos significativos que se dan en este pasaje: por una parte, la curación real del enfermo, como sucederá también con otros enfermos de parálisis, ceguera, lepra y de todo tipo de enfermedades. Mostrando así que la presencia liberadora de Cristo, el enviado de Dios, incluye la salvación del cuerpo. Pero hay que atender también el hecho de que este milagro sucede en tierra de paganos, en Decápolis, zona de desierto, subrayando así que la narración del hecho no señala que el enfermo o quienes lo presentan tuvieran fe, lo que indica que los signos de vida llegan incluso hasta el desierto, donde pareciera que no hay esperanza. Y, la parte más contundente del hecho no es la parte física ni la geográfica, sino la espiritual, pues Jesús no solo le abrió los oídos y la boca, sino que le abrió el alma, por eso la respuesta del enfermo y de quienes le acompañan: “Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero cuanto más lo mandaba, ellos con más insistencia lo proclamaban”.
¡Effetá! ¡Ábrete! Es el mandato imperativo de Dios, es el imperativo insistente con que el Espíritu Santo toca en el corazón de cada uno. Pero si el corazón no abre cómo atender las sugerencias que el Espíritu Santo quiere hacer a nuestra vida. No hay peor sordera que la del que no quiere oír.
Cuando de verdad le permitimos a Dios tocar el corazón, se vuelve imposible sofocar la grandeza de su presencia en nosotros. Sin duda, debemos pensar en la responsabilidad que tenemos quienes un día fuimos marcados con su gracia o aquellos que, explícitamente, hemos sido enviados a proclamar las maravillas de su amor. Aquellas personas, que se les prohibió hablar de lo sucedido, descubrieron que era imposible sofocar en el silencio un hecho tan sublime y trascendente, era imposible sofocar en el silencio del corazón la presencia tan contundente de Dios, por lo que con admiración decían: “¡Todo lo ha hecho bien!”
Sin la apertura a la presencia de Dios, en realidad el hombre vive ciego y con una ceguera así es fácil ser víctima de las situaciones que matan y así no se disfrutan las enormes maravillas que Dios dispone todos los días para nosotros. Para empezar no descubrimos la maravilla más importante, que es la presencia misma de Dios.
MGL