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Nacho Marván

Cuánta falta hará esa voz carrasposa que entendía el poder, que reconciliaba la pasión con la reflexión y que se atrevía al diálogo.

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Nacho Marván

La voz de Ignacio Marván era inconfundible. Y no hablo exclusivamente del tono grave y pedregoso de su voz, sino de su expresión, a un tiempo apasionada y reflexiva; vehemente y dialogante. Un polemista aguerrido que era capaz de escuchar, con sincero interés, la opinión contraria. En el sobrepoblado mundo del opinionismo, Nacho Marván era un personaje único. No se acercaba a la política del día como quien aplica las fórmulas aprendidas en los libros. Tampoco pensaba los asuntos urgentes con el desprendimiento del pragmático que desprecia la teoría. Vivió la política y la estudió. Podía entender las energías que se desataban al interior de una asamblea sindical y, al mismo tiempo, reconstruir con erudición la historia del movimiento obrero. Por eso se mantuvo lejos de las tribus intelectuales tan propensas al dogmatismo y a la fuga. Por eso conservó lucidez e independencia, mientras tantos compañeros de viaje se entregaron al sectarismo y a la ceguera voluntaria.

Fue discípulo y colaborador de Pablo González Casanova. La democracia en México, el libro clásico de González Casanova, fue para Marván, más que una investigación acabada, un gran proyecto de investigación, una inagotable agenda de trabajo que, de alguna manera, él desarrollaría a lo largo de su carrera académica. De aquel libro absorbería la necesidad de combinar el estudio de las reglas con el examen de las estructuras económicas y sociales. Su formación sociológica lo mantuvo a salvo de imaginar que todo dependía del hallazgo de la regla perfecta o de la celebración de la elección definitiva. Al mismo tiempo, reconocía la importancia de la institucionalidad. Sabía que la política era irremediablemente indócil y que el conflicto no podría jamás ser conjurado. Su apodo en twitter era Marxvan. 

González Casanova me enseñó a "pensar con rigor", decía Marván, y ese rigor era el que aportaba el discípulo, invariablemente al examen de la política contemporánea. Sospecho que esa exigencia no le permitió escribir periódicamente en la prensa. Se mantuvo alejado de las páginas de opinión y se concentró en las tertulias de radio y televisión donde siempre aportaba pistas pertinentes para la comprensión del presente. Gracias a Carlos Puig, pude participar en muchas mesas de discusión con Nacho Marván a lo largo de los años. Puntal siempre, no era dado a la improvisación. Acudía a la cita bien armado con una tarjeta de información que asentaba lo esencial. Cada intervención suya era producto de una larga vida de reflexión y un fresco trabajo de ordenación de datos, leyes y argumentos. No se presentaba a la cita para ganar un pleito, para imponer una opinión, para arrasar a un adversario. Conversaba para aportar una línea razonable de entendimiento. Rehuía del inmediatismo y la simplificación. Abordaba la política históricamente y, aún en compromiso con una causa clara, rechazó ese maniqueísmo que termina aniquilando la inteligencia.

Su trabajo académico más importante es, seguramente, la mejor radiografía del constituyente de 1917. Dedicó más de una década a escribir Cómo hicieron la Constitución de 1917, trabajo que pudo publicar en el centenario de la Ley de Querétaro. En una investigación meticulosa, Marván rastrea el momento en que se da el salto de la legitimidad. El instante en que un movimiento que surge en defensa de una constitución, propone su relevo. El libro identifica también la trayectoria de los redactores, las polémicas del constituyente y la aportación de la constitución revolucionaria. Venustiano Carranza, el hombre abominado por la izquierda, aparece en el libro como el gran estadista de la revolución. Un hombre que entendió que la exigencia de justicia requería un Estado legítimo y poderoso. Sentido de Estado podría ser la gran virtud que Marván encontraba en el Primer Jefe del Ejército constitucionalista. No era simple olfato político, sino algo más. El coahuilense sabía que los derechos sociales serían letra muerta sin un poder firme y eficaz que los hiciera posibles. En Carranza hay astucia de Estado, un arrojo político que no se agota en una ambición personal, sino que la trasciende para formar un nuevo orden, un nuevo régimen, un nuevo Estado. 

Cuánta falta hará esa voz carrasposa que entendía el poder, que reconciliaba la pasión con la reflexión y que se atrevía al diálogo.

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