¿Y si el signo dominante de nuestra época no fuera el odio, sino esa variedad más taimada y cenicienta del odio que es la indiferencia? Nos hemos acostumbrado a pensar, a causa de nuestra incontenible adicción a las redes sociales -con su avalancha de insultos, descalificaciones y burlas-, que vivimos en una era iracunda y ciega, dominada por esta pasión que parece surgir de las entrañas. Y, sin embargo, da la sensación de que toda esa violencia digital no sea acaso más que una simulación o un subterfugio para enmascarar la profunda apatía con la que nos relacionamos con las catástrofes del presente. Muchos gritos virtuales, mucha palabrería virtual, mucha indignación virtual y sin duda mucha rabia virtual, pero en cambio una acción nula o insuficiente frente a los peores males que proliferan a nuestro alrededor.

Gaza quizás sea la piedra de toque, la sinécdoque que hace valer a la parte por el todo: más allá de que los atentados de Hamás sean injustificables, desde hace meses Israel se ha dado a la tarea de destruir por entero esa franja que ya era una especie de prisión al aire libre, provocando casi sesenta mil muertos. Las espurias razones de Netanyahu -perseguido como un criminal de guerra por el Tribunal Penal Internacional al lado de los líderes de Hamás- tienen el componente racista necesario para llamarlo genocidio. Un acto de la más pura barbarie cometido ante nuestros ojos sin que ninguna nación se atreva a detenerlo, como si el Holocausto y los pogromos del pasado -o el intolerable antisemitismo del presente- justificasen la parálisis.

La misma indiferencia la reservamos a la guerra de Ucrania, desatada por otro déspota, y a las decenas de conflictos armados que proliferan en el planeta. Ninguna novedad: los medios se fijan en los inicios de una guerra, luego la pasan a segundo plano -y de manera aún más acelerada en nuestra vorágine digital- y al cabo la olvidan. Un pasmo equivalente caracteriza a las sociedades avanzadas hacia el maltrato sistemático sufrido por los migrantes, acentuado por los discursos racistas -cada vez más cínicos- de líderes que necesitan construirse un enemigo interno para acentuar su autoritarismo. Miles de seres humanos perseguidos, atrapados o expulsados de Estados Unidos o Europa solo por nacer en el lugar equivocado y arriesgarse a abandonar lo suyo movidos por lo que hoy más se persigue: la esperanza.

El mismo pasmo invade México: un país con medio millón de muertes desde el inicio de la guerra contra el narco. Es decir: un lugar en el que la mayor parte de sus habitantes -como evanescentes fantasmas rulfianos- apenas reparan en que habitan un cementerio. La bajísima participación en las elecciones para juzgadores, así como la apatía con que contemplamos la destrucción del Poder Judicial y el regreso de un partido hegemónico cada vez más impermeable a la crítica y la autocrítica, demuestran otra vez nuestra indiferencia.

Allí estamos, sí, dispuestos a desgarrarnos en las redes o a expulsar en ellas nuestra hiel y nuestra bilis, como si nuestro afán sirviera para otra cosa que abotagarnos y engancharnos a algo que se parece más a un siniestro videojuego que a emprender una acción social concreta. El auge de los distintos modelos autoritarios -y nostálgicos- que hoy proliferan por doquier tal vez descanse en buena medida en este torvo subterfugio: provocar que la crítica y la disidencia se agoten en las redes para que jamás lleguen a las calles. Auspiciar así un activismo light que jamás ponga en peligro los pilares del sistema.

El modelo, al parecer, funciona: con más información que nunca a nuestro alcance, nos dejamos obnubilar por la mentiras cotidianas de esos caudillos y sus fanáticos y, dejando atrás cualquier sombra de auténtica empatía hacia las víctimas, continuamos voluntariamente encerrados en nuestros cómodos -y a fin de cuentas pequeñitos- universos virtuales.

 

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