Hay afectos que no mueren, solo duermen. Y basta una señal mínima —una llamada inesperada, un nombre que reaparece después de cuarenta años— para que despierten como si el tiempo no hubiera pasado. Entonces rompemos la rutina, dejamos a un lado ese pudor infantil de “¿se acordarán de mí?” y nos lanzamos, sin demasiada ceremonia, a reencontrarnos con quienes fueron parte de nuestro primer mundo. Rompemos tabúes, apagamos la ñoñería del “¿y si me ven tan vieja?” y vamos.
A ver, dime: ¿quién se quedó esperando una llamada tuya que nunca hiciste?
¿A quién dejaste de buscar sin razón, por simple timidez o por ese orgullo tonto que envejece peor que las canas? ¿Qué cariño dejaste dormir más tiempo del necesario? ¿A quién le volteaste la cara solo por no saber decir: “qué gusto me da verte y saber que estás bien”? o ese ¿te acuerdas de mí? soy…estuvimos en…
Hace unos días lo comprobé. Una amiga, ausente del país por más de cuatro décadas, regresó. Varias decidimos reunir a quienes convivimos con ella. No todas fuimos del mismo salón ni de la misma edad, pero la vida nos había entretejido igual: la misma ciudad, los hijos creciendo a la par, en las pruebas que jamás imaginamos en la niñez.
La sorpresa fue reconocerlas. No sólo en sus rostros —más sabios, más serenos— sino en la luz de sus ojos. Esa luz que acrisola. Ahí estaban las frases privadas que sólo entiende quien compartió recreos, cuadernos forrados y los primeros temores de la vida. Qué poderoso es ver a mujeres enteras, dueñas de sus cicatrices, reírse de lo que un día dolió y abrazar, sin pudor, lo que han vivido. Mostrar ese “cablerío tipo Brooklyn” que todas cargamos y que, como buenas equilibristas, seguimos sorteando mientras bailamos. Decir “perdí” sin vergüenza y celebrar, con alegría honesta, las victorias tejidas a pulso.
A veces nos quedamos rumiando un enojo que ya nadie recuerda o aferradas a torpezas de la inmadurez. Qué descanso descubrir que nada de eso importa. Que el cariño verdadero sobrevive a las distancias, al tiempo y a los silencios. Mirar baúles abiertos es una delicia, observar cómo salen amores pasados, anécdotas, enfermedades, pérdidas que dejan marcas, decisiones que sacudieron el cielo. Actos de generosidad inesperados, actos heroicos que nunca salen en las noticias, pero sostienen vidas enteras.
Creo que todos deberíamos regalarnos el atrevimiento de volver a buscar a esas “viejas conocidas”. Sentarnos a escuchar qué fue de su vida, saborear sus logros, llorar sus pérdidas, festejar sus batallas ganadas. No esperemos el chat de pésame, el diagnóstico o el funeral para reencontrarnos con quienes marcaron nuestros primeros pasos. Reconocer que no vinimos a coleccionar victorias, sino vínculos hace el andar liviano.
En sus miradas encontré ese deseo feroz de seguir viviendo con ganas, de hacer que este tránsito por el mundo —igual que tú, igual que yo— valga la pena. Los reencuentros abren puertas, despejan miedos y recuerdan uno de los propósitos más nobles de estar aquí: el amor cura, la buena voluntad derriba bardas, una tregua honesta transforma vidas. Relacionarnos bien nos sacude los “piojos atorados” y nos hace reconocer nuestros problemas, a veces, pequeñísimos frente a quien podemos abrazar y tenderle la mano.
Porque, al final, venimos de una historia compartida. Y hay afectos que nunca se apagan. Ahora sí… ¿ya sabes a quién le llamarás?