opinion dr cisneros

La mejor evidencia disponible apunta a que no hay nada particularmente extraordinario en la llamada “súper gripe”. No es un virus nuevo, no posee una letalidad inédita y desde el punto de vista estrictamente virológico no presagia catástrofes globales. Decir lo anterior es correcto. Sin embargo, el problema aparece cuando esa afirmación se presenta como categóricamente suficiente para clausurar cualquier reflexión adicional.

En salud pública el riesgo no se define solo por las características del agente, sino por el contexto en el que circula y, en un sistema de salud tan golpeado, fragmentado y crónicamente tensionado como el mexicano, incluso una amenaza ordinaria puede convertirse en un problema mayor. Es por eso que vale aclarar: este escrito no se trata de alarmismo, se trata de reconocer límites.

Una temporada intensa de influenza no “espanta” por lo que el virus es capaz de hacer, sino por lo que el sistema de salud es incapaz de absorber en la práctica: hospitales que operan al límite incluso en tiempos normales, un primer nivel de atención debilitado, personal exhausto, acceso tardío a la atención y una enorme desigualdad territorial hacen que cualquier incremento sostenido de demanda tenga efectos en cascada. 

Por eso, cuando se comunica por parte de autoridades en salud o influencers médicos que “no va a pasar nada” o que “no hay que alarmarse” sin mayor contexto, se pierde una oportunidad fundamental que es la de activar una alerta racional. Algo importante: alertar no significa entrar en pánico, sino preparación. Significa entender que, aunque el evento no sea extraordinario desde el punto de vista biológico, sí puede serlo desde el punto de vista operativo.

En un sistema robusto, una gripe es simplemente una gripe. En un sistema frágil, una “gripita” puede poner en jaque cadenas completas de atención. La diferencia no está en el virus, sino en la infraestructura, capacidad de respuesta y anticipación.

Ahí es donde la comunicación médica adquiere un papel crucial y no basta con “tranquilizar”, pues hacerlo sin explicar puede ser incluso contraproducente. La responsabilidad profesional implica ofrecer información clara, oportuna y contextualizada: quiénes tienen mayor riesgo, cuándo acudir a atención, qué señales no deben ignorarse, por qué la vacunación cobra especial relevancia en este escenario y cómo las decisiones individuales influyen en un sistema con márgenes tan estrechos.

Encender las alertas no es sinónimo de generar miedo, al contrario, es reconocer que la prevención es más eficaz cuando se entiende el porqué de las recomendaciones. Pedirle a la población que actúe sin darle las razones es tratarla como ejecutora pasiva de órdenes, no como aliada en la protección de la salud colectiva. Paradójicamente, en un sistema débil es donde más necesaria resulta una comunicación honesta y cuidadosa, no para exagerar riesgos o disciplinar conductas, sino para evitar sorpresas y facilitar decisiones informadas. Porque cuando el sistema no tiene colchón, cada decisión trasciende.

Ahora bien, decir que la “súper gripe” no tiene nada de extraordinario puede ser cierto. Omitir que nuestro sistema sí es extraordinariamente vulnerable es el verdadero problema. Justamente esa vulnerabilidad es la que obliga a estar presentes, a explicar, a informar y, sí, a tranquilizar, pero no desde la negación, sino desde la preparación.

En salud pública, la calma no se decreta, se construye con información, con contexto y con la aceptación de que, en ciertas realidades, hasta lo aparentemente ordinario merece toda nuestra atención. Menester de las autoridades informar y destinar los recursos suficientes para que lo ordinario no se transforme (como es costumbre en nuestro sistema sanitario) en una hecatombe. Como ciudadanos, es importante seguir las recomendaciones y tomar decisiones sensatas. Es tiempo.

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