Hace unos días leí una noticia impactante. En Bulgaria, tras años de excesos de corrupción gubernamental y un aumento excesivo de obligaciones fiscales asfixiantes para la ciudadanía, la gente decidió salir a las calles. Sin modas ni consignas, hasta que el gobierno dimitió. Con determinación, el pueblo puso límites.
Bulgaria recordó algo esencial: las democracias no mueren solo con golpes autoritarios; se vacían cuando la ciudadanía deja de exigir coherencia. En algún punto, incluso las sociedades más cansadas, esas resignadas, deciden decir basta. México, no es Bulgaria. Nuestra historia, instituciones y heridas son distintas. Pero el fenómeno es reconocible.
También aquí convivimos con incongruencias repetitivas, decisiones públicas generadoras de dudas. La brecha entre el discurso y la realidad crea abismos. También aquí el hartazgo aparece, envuelto en capas de prudencia que a veces se confunden con el miedo. Quizá por eso me cuestiono, no solo por los logros alcanzados, sino por todo aquello permitido.
El silencio frente al abuso de poder, la distorsión de las reglas que, si bien no siempre nacen de la complicidad, sí surgen de una prudencia conveniente, de la fatiga, de esa angustia que provoca preguntarse: ¿Quién asumiría? En ese vacío, en esa duda colectiva, encuentran refugio los corruptos. Sin embargo, el verdadero riesgo no es la ausencia de un rostro que dirija la sociedad, sino el desgaste paulatino de la dignidad de quienes la sostienen.
Cuando normalizamos lo que no es normal, cuando aprendemos a mirar hacia otro lado, algo esencial se erosiona. El coraje que hoy necesitamos no es de estallidos, sino el de la coherencia diaria: la decisión, aparentemente pequeña pero profundamente política, de dejar de llamar “normal” a lo que es, por definición, un abuso. No podemos acostumbrarnos al lagrimeo, al engaño, a la dádiva entrampada. El pan duro no es pastel.
La delincuencia y la violencia siguen cobrando peaje, y no hay discurso que lo maquille. La realidad se ve y se pisa. En las carreteras atiborradas de tráfico, en los baches que no son adorno sino malversación de recursos. Está en los hospitales deteriorados, que no hablan bien de quienes gobiernan. Está en una economía resentida cuando el exceso de impuestos, lejos de ayudar, merma; cuando subir salarios en ese contexto se vuelve espejismo. La fuga de capitales continúa y, una vez más, quienes pagan los platos rotos son tanto los empresarios como los colaboradores.
Exigir no debería ser un acto heroico. Los ciudadanos debemos hacerlo con método y constancia, sin estridencia, pero sin claudicar. Los balances optimistas tendrían que venir acompañados de buenas preguntas: ¿Qué tanto hemos normalizado?, ¿Qué sí debemos frenar?, ¿Qué límites no estamos dispuestos a seguir cruzando? Nadie debería ser castigado por exigir que se cumpla la ley. Quizá el punto clave no esté en buscar líderes providenciales, sino en fortalecer esos límites que algunos insisten en diluir o destruir. México tiembla, pero no calla.
Este 2025 nos deja enseñanzas imborrables y dolorosas: pérdidas, asesinatos, angustias que no deben convertirse en paisaje. El 2026 llega con un excelente reto: demostrar de qué estamos hechos. Qué queremos para nosotros, para nuestras familias, para quienes trabajan a nuestro lado. Hasta dónde diremos sí y hasta dónde dejaremos que el espectáculo llene las plazas mientras la realidad se deteriora. Tu pena es mía.
La decisión de buscar mejores condiciones de vida debe dejar de ser discurso y transformarse en algo tangible, que no sea mampara ni simulación. No somos entretenimiento de nadie. Nuestro trabajo y el fruto del mismo deben dignificarse. Y, ¿Usted qué dice?