Termina un año marcado por la sensación de crisis permanente. Conflictos armados sin resolver, tensiones políticas crecientes y fenómenos climáticos extremos convirtieron a este en un mundo obligado a vivir en alerta.

El retorno de Donald Trump a la Casa Blanca alteró de inmediato el tablero político internacional. Su segundo mandato reactivó una agenda confrontativa, con decisiones unilaterales, uso intensivo de decretos y una narrativa que volvió a tensar relaciones internas y externas. Estados Unidos pasó, otra vez, de ser un ancla de estabilidad a un factor de incertidumbre global.

Las políticas proteccionistas de Washington desataron una nueva etapa de fricciones comerciales. El uso de aranceles como herramienta política sacudió mercados, elevó costos y obligó a renegociaciones constantes. El comercio global cerró el año más fragmentado, con menos reglas compartidas y más presiones nacionales.

El conflicto en Gaza siguió siendo una herida abierta. Aunque hubo pausas humanitarias y gestiones diplomáticas, ninguna logró consolidar la paz. La violencia intermitente y la crisis humanitaria mantuvieron a la región como símbolo de un orden internacional incapaz de resolver sus conflictos más urgentes.

La guerra en Ucrania entró en una fase de estancamiento. Sin avances militares decisivos ni soluciones diplomáticas claras, el conflicto se convirtió en una guerra de desgaste. La energía, la seguridad y la estabilidad europeas siguieron bajo presión.

Fue también un año de incendios, inundaciones, sequías y olas de calor que golpearon distintas regiones del planeta. El cambio climático dejó claro que ya no es un problema del futuro, sino un factor constante que agrava crisis sociales, económicas y políticas.

En contraste, la inteligencia artificial dejó de ser promesa para convertirse en infraestructura central. Las inversiones crecieron, su uso se expandió y, al mismo tiempo, aumentaron los temores: pérdida de empleos, sesgos algorítmicos, concentración de poder y ausencia de reglas claras.

México enfrentó estos retos globales como pudo. Pasó buena parte del año negociando con el vecino del norte para contener las amenazas arancelarias y evitar impactos mayores en la economía. La extradición de líderes criminales a Estados Unidos marcó un giro en la cooperación bilateral, pero la violencia interna siguió presente. Casos como el Rancho Izaguirre, el coche bomba en Michoacán o el asesinato del alcalde de Uruapan, evidenciaron que el problema de seguridad sigue sin resolverse.

La elección judicial inauguró una nueva etapa para el sistema de justicia mexicano. Pero el debate sobre la independencia judicial y el equilibrio de poderes nos dejó a muchos con un mal sabor de boca.

El Plan México se convirtió en la hoja de ruta económica y social. Una propuesta que buscó enviar una señal de estabilidad y ambición en medio de un entorno internacional adverso, pero que no terminó de convocar ni convencer a todos.

2025 no fue solo un año difícil; fue un año que reordenó prioridades, expuso fragilidades y dejó claro que muchas de las crisis actuales no tienen soluciones rápidas. El reto ya no es solo resistir, sino entender que en este nuevo mundo la división nos hace aún más frágiles. El pragmatismo que busca soluciones para todos debe estar por encima de la ideología que excluye a quien piensa diferente. Se requieren líderes que convoquen a todos y unan a los distantes. De lo contrario, la crisis e incertidumbre dejarán de ser excepción para convertirse en regla.

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