Entre los españoles es muy común escuchar la siguiente sentencia, ciertamente siniestra: “Bienvenido el mal si viene solo.”. Los malos momentos en la vida casi siempre se presentan como una voluminosa catarata.
2020, me atrevería a afirmar, ha sido el peor año en la vida de Trump, incluidos los delicados momentos de sus quiebras financieras que él originó o padeció en su carrera empresarial. En esta compleja coyuntura, el jefe de la Casa Blanca va 10% abajo de las preferencias electorales de cara a los comicios presidenciales del próximo mes de noviembre.
Joe Biden domina el escenario electoral y capitaliza a su favor la debacle generalizada por la que atraviesa Estados Unidos. Trump no sólo se encuentra alarmado y sepultado en el insomnio por la reelección que atenta contra su conformación narcisista, sino que cada amanecer lo recibe a marrazos asestados en la cabeza por el explosivo número de fallecimientos en su país derivados del Covid-19, por la gigantesca cantidad de contagiados, el terrible recuento de desempleados que se incrementa como hongos silvestres, además del creciente número de empresas cerradas y del escandaloso desplome del PIB, similar o peor al existente durante los trágicos años de la depresión de 1929.
Por si fuera poco, todavía debe soportar el incendio de su país por el dramático asesinato de George Floyd, un hombre de color privado de la vida por un salvaje policía, obviamente supremacista.
Como si lo anteriormente descrito fuera insuficiente, Trump se encuentra sepultado en una asfixiante incertidumbre, porque aún no se sabe, con la requerida seguridad, si la pavorosa expansión del coronavirus se debió a un descuido involuntario en un laboratorio de Wuhan o, tal vez, se trata de un virus intencionalmente diseminado en Estados Unidos, a modo de una represalia diabólica de los chinos por el disparo de los aranceles impuestos por la Casa Blanca a las exportaciones chinas que perjudicaron gravemente su economía. ¿El mundo debe pagar esa factura?
Trump ha amenazado con utilizar al Ejército para imponer el orden por el asesinato de George Floyd, sin embargo, los poderes militares de EU se han negado a acatar, llegado el caso, semejante resolución, en el entendido que una de las decisiones más difíciles para un Presidente de cualquier país consiste en mandar a la fuerza pública para actuar en contra su propio pueblo.
Estados Unidos invadió México, Nicaragua, Guatemala, República Dominicana, Angola, Líbano, Libia, Sudán y Filipinas, entre otras decenas de países más, sí, les fue fácil, pero atacar a sus propios ciudadanos implica un grado superior de dificultad de consecuencias inimaginables en el contexto de un Estado de Derecho.
Trump no ha entendido o no sabe que durante la Guerra de Secesión en Estados Unidos de 1861 a 1865 murieron prácticamente 700,000 ciudadanos, cifra que no se alcanza ni sumando los caídos norteamericanos en la I y II Guerras Mundiales.
Trump no solo se ha negado a aceptar las terribles diferencias raciales existentes en su país, sino que todavía ha insistido en arrancarle las costras, en volver a abrir las heridas de los suyos, sin imaginar las consecuencias de semejante actitud anacrónica. Sin duda alguna, Trump hubiera luchado al lado de los confederados y a favor de la esclavitud.
López Obrador debería escrutar el rostro desfigurado de su socio y vecino del norte. Ambos ignoraron los alcances de la pandemia sin medir los sangrientos encuentros sociales, subestimaron los efectos económicos, dividieron a sus países cuando más unión se requería, hoy en día los chairos odian a los pirrurris y en EU los negros odian a los blancos y viceversa.
Los dos propiciaron confrontaciones y se negaron a conciliar intereses, agredieron a la prensa, desconocieron la realidad, culparon a terceros inocentes, en su narcisismo fueron incapaces de manejar sus respectivas crisis y prepararon exitosamente cocteles explosivos que bien podrían convertir en astillas sus imágenes públicas, el patrimonio fundamental de todo político. Ambos envenenan a sus respectivos nacionales y pretenden acabar con el incendio arrojando gasolina a la hoguera.