Quien no se ha quejado alguna vez de la rutina, la tildamos de pesada, monótona o sin chispa. Son esos gestos tan cotidianos que, de tanto repetirse, se vuelven invisibles. Y, aun así, son el hilo fino que sostiene nuestro mundo.

Tendemos a creer que la vida se compone de grandes escenas y triunfos, y cuando en la nuestra no ocurre nada espectacular, olvidamos que lo que verdaderamente marca nuestro ritmo son los detalles mínimos: abrir los ojos, estirar el cuerpo, poner música, preparar café, mirar las noticias. Cada acción, por diminuta que parezca, es una pieza del mosaico que nos da forma.

A mí me gusta pensar que estas breves acciones, no necesitan justificación: simplemente aparecen, existen gracias a nosotros y no al revés. Y cuando, por la razón que sea, algo se altera, extrañamos aquello a lo que nos habíamos acostumbrado. Ese día en que el café ya no sabe igual, la casa suena distinta o algo habitual empieza a faltar, sin duda son hábitos que lejos de aburrir, son un espejo fiel de nuestro interior.

Esa secuencia antes de salir de casa, apagar luces, cerrar con llave, revisar que no olvidas el celular, se convierte en un ritual que te acompaña y te afirma. Igual pasa con la canción que eliges para bañarte, el perfume que te nombra, la cantidad exacta de azúcar en tu café, o la decisión de tomarlo solo. Todos esos detalles, que parecen banales, cuentan tu historia.

Lo curioso es que, aunque todos tenemos distintas maneras repetitivas que casi nadie las mira de frente. Están ahí, silenciosas, sin pedir nada. Solo las notamos cuando algo incierto irrumpe; entonces, son esas pequeñas acciones las que nos rescatan, porque las asociamos con seguridad. Esos momentos que se vuelven refugios.

Creo que vale la pena reconocer su valor y agradecerles, porque representan ese pequeño territorio que sí podemos ordenar, lo que nos evoca familiaridad y calma. Seguirlas paso a paso nos conecta con nuestras raíces y costumbres familiares. Muchas las aprendimos sin darnos cuenta; otras las adoptamos al madurar. Cambian con nosotros, se ajustan a nuestro modo de vivir. Son tan leales y tan propias que podemos soltarlas cuando ya no nos representan, pero cuando un factor externo las rompe, nos desacomodan, aunque nos resistamos a admitirlo.

Aquellas que dejamos atrás también hablan de crecimiento: son la manera en que una nueva versión de nosotros se abre paso, transformando lo que hacemos para sostener lo que somos.

Me encanta observar cómo cada persona acciona repetitivamente, de forma única como una huella digital, aunque considero que hay algo universal en esa necesidad de duplicación, de constancia, de pequeños anclajes. Hay una dosis de magia íntima en estas acciones que nos sostienen en lo cotidiano; y, al mismo tiempo, abren espacio para la emoción. Los grandes momentos son memorables, sí, pero los pequeños merecen ser vistos con la misma atención, porque de ellos depende gran parte de nuestro bienestar día con día.

Tal vez hoy sea un buen momento para despedir alguna que ya no vibra con nosotros y reconocer la magia escondida en lo habitual y recordar que, incluso en su versión más simple, la rutina tiene el poder de regalarnos un gran día. Porque al final, aquello que repetimos nos define.

Y en cada gesto que damos por sentado, incluso cuando nadie lo mira, vamos trazando la forma de nuestro porvenir; detalles simples que sostienen, impulsan y dan sabor a lo que somos, sin alardes, sin ruido, pero con una presencia que perdura.

450 Historias de León

Acompáñanos en un recorrido por la historia de León. Recibe en tu correo relatos sobre personajes, barrios, tradiciones y momentos clave, que celebran la identidad leonesa, en el marco de los 450 años de nuestra ciudad.