En México, jamás pasará desapercibida esta fecha entrañable: el Día de Muertos, un encuentro sagrado con quienes ya partieron, con la esperanza de que, guiados por las velas y el aroma del cempasúchil, regresen por un instante a compartir con nosotros. No es un día de luto, sino una celebración de recuerdos, afecto y color, un tributo que nos recuerda que el amor genuino no conoce final.
Desde tiempos prehispánicos, nuestros antepasados comprendieron que vida y muerte no se contraponen, sino que danzan juntas en un ciclo infinito. Por eso, al rendir homenaje a quienes dejaron este plano, conmemoramos al mismo tiempo la existencia. Porque cada ofrenda o altar iluminado reafirman que nuestros seres queridos continúan presentes en nosotros.
Detrás de los aromas y los tonos vibrantes hay una historia milenaria que nos acompaña, en la que no solo celebramos la muerte, sino también la vida de quienes permanecen en nuestro pensamiento y en el corazón. Esa es la auténtica esencia de esta festividad, y resulta un gran acierto transmitirla a las nuevas generaciones.
En estos días, el cariño se convierte en puente y la memoria en plegaria. Hallamos consuelo al mirar una fotografía, al encender una vela o al pronunciar un nombre en voz baja. Porque recordar es otra forma de decir: aquí sigues.
Cada altar funciona como un lazo invisible; en silencio nos habla y despierta afectos, raíces y recuerdos en cada elemento. Las flores guían el camino de las almas, el agua saciar la sed del espíritu tras su largo viaje, y el delicioso pan de muerto simboliza el ciclo vital y la generosidad. Las velas representan la luz que orienta el regreso, mientras que el copal y el incienso purifican nuestras oraciones. La fragilidad de la existencia se refleja en el delicado papel picado, y los lazos, a pesar del tiempo, perduran en cada fotografía e imagen de nuestros amados difuntos. Cada objeto tiene voz; cada aroma y cada color nos susurran que las ausencias también pueden abrazarse con flores y fuego.
Sin duda, es una de las celebraciones más hermosas de México: viva, colorida y llena de folclor, una tradición que nos define, nos une y nos da identidad. Su permanencia depende únicamente de nosotros. Las memorias nos acompañan, persisten en nuestro cariño. Es un ritual poderoso en el que nos toca relatar las historias, mostrar a hijos y nietos cómo se coloca una ofrenda, compartir desde el amor el motivo por el cual debemos mantener viva esta costumbre. Invitemos a los más jóvenes a participar, pero, sobre todo, a disfrutar la vida que algún día volveremos a celebrar en nuestro retorno.
Y así, entre velas, flores y evocaciones, comprendemos que el Día de Muertos no es una tradición más: es un acto de amor que desafía al olvido. Cada altar encendido es un pasaje entre mundos, una promesa cumplida a quienes nos dieron tanto.
Porque en México no tememos a la muerte; la invitamos a la mesa, le servimos café y la colmamos de flores, recordando que la muerte nos iguala y que la vida es eterna mientras exista el amor.