Misteriosa, cambiante y profundamente simbólica, la Luna ha sido musa de incontables canciones, poemas y leyendas. Se le vincula con el amor, con los secretos del alma y con la energía femenina. No por casualidad, la primera noche después del matrimonio se llama “luna de miel”, evocando ese brillo romántico que solo ella puede inspirar.
Cada una de sus fases cuenta una historia. La Luna nueva representa los comienzos, es el instante perfecto para sembrar intenciones. La creciente impulsa los proyectos, aporta energía y enfoque. La llena encarna la plenitud, la claridad emocional y la culminación de los esfuerzos; y cuando mengua, es una invitación a descansar, a soltar lo que ya cumplió su propósito.
A lo largo del tiempo, y evocando situaciones particulares, cada Luna llena ha recibido un nombre ancestral inspirado en culturas que observaban el cielo con devoción. Enero nos obsequia la Luna del Lobo; le sigue la de Nieve en febrero, la Rosa en abril, la de Fresa en junio, y para septiembre llega la de la Cosecha.
Todas marcan un pulso, un recordatorio de que el tiempo también respira. Aunque octubre nos deslumbra con lunas imponentes, noviembre se distingue con su enigmática Luna del Castor, esa misma que esta semana apareció resplandeciente y más cercana que nunca. Su nombre proviene de los pueblos nativos de Norteamérica, que en esta época colocaban trampas para castores antes de que el hielo cubriera los ríos.
Más allá de su origen práctico, su energía es intensamente reveladora, ya que nos invita a prepararnos para el invierno interior, a construir refugios emocionales, a proteger lo que amamos y reunir fuerza para lo nuevo. Por eso conmueve tanto al contemplarla: su luz ilumina caminos internos, ofreciendo la oportunidad de transformarnos y renacer.
Es un llamado a cerrar ciclos, mirar hacia dentro y reconocer cuánto hemos crecido. Su resplandor nos enseña que incluso en los días más fríos y oscuros siempre existe un brillo que guía, capaz de alumbrar tanto el cielo como nuestras emociones.
Confieso ser una fiel admiradora de la Luna. Me fascina observarla en todas sus formas: delgada cuando nace, poderosa y majestuosa cuando se llena, silenciosa y sabia cuando se oculta. Hay algo hipnótico en su presencia, una sensación de compañía que trasciende las palabras.
Saber que su influencia no solo mueve mareas, sino también sentimientos, me convence que formo parte de un ciclo mucho más grande. Ella marca ritmos invisibles que gobiernan la vida en la Tierra, recordándonos que todo, hasta aquello que parece inmóvil, está en constante movimiento.
Hoy, un día después de esa luna majestuosa, se antoja dar el paso que tantas veces se ha postergado, sin miedo, con el corazón abierto. Es momento de soltar las dudas y caminar hacia lo que verdaderamente vibra con nosotros.
La luminosidad que dejó la luna del castor aún se percibe como un recordatorio de que todo tiene su momento. Su presencia genera calma y protección, una especie de refugio invisible donde el alma puede descansar.
Es tiempo de abrigar el espíritu, de crear calidez incluso en estos días helados que anuncian el invierno, y mantener encendida la esperanza.
Tal vez sea momento de bajar la guardia, de dejar que las cosas fluyan sin tanta resistencia, confiando en que la vida sabe hacia dónde llevarnos.
Agradecer lo vivido, abrazar lo que llega y recordar que, así como la luna cambia de fase, también nosotros debemos aprender a renacer las veces que haga falta. Porque mientras ella siga brillando allá arriba, nunca dejará de haber nuevos comienzos.