Narra Gabriela Sofía Gómez el embate del huracán Otis en Acapulco
‘Solo el verdadero miedo de muerte es miedo, el miedo de ver morir a tus hijos en el siguiente instante, de no poderlos proteger’, señala la autora, que vivió el embate del huracán el 24 de octubre.
Por: Gabriela Sofía Gómez
¿Qué hace a una buena historia de ficción? El libro Writing Fiction for Dummies dice que: “Si vas a escribir ficción, entonces crea una ficción cautivadora, cuenta una historia que toque una fibra emocional profunda en tus lectores." Para cualquier aspirante a escritor, lo anterior es una obviedad. La duda no está en para qué escribir ficción, todos queremos cautivar, sino en cómo lograrlo. El 24 de octubre, mi familia y yo estábamos en Acapulco y desde ese día no he dejado de pensar en las historias que vivimos y en cómo detalles que normalmente pasarían desapercibidos se vuelven inolvidables ante un suceso inesperado. Y en cómo esos detalles son la materia misma de la ficción. Pero ¿cómo contarlos? ¿Podría contar lo vivido tal cual y tener una buena historia? ¿Lograría una buena película o una buena novela?
Si fuera película, sería una mezcla de drama y acción. La empezaría con la ilusión del viaje, con mi hija de tres años contándole a quien se cruzara por la calle que iba a ir a Acapulco, con los días que disfrutamos. Incluiría las conversaciones en las que decíamos que era una gran época para estar ahí, que sería buenísimo hacerlo cada año. Sería emotivo y le daría tiempo al espectador de encariñarse con los personajes.
Si decidiera escribirla como novela, la escribiría en primera persona y me iría por rumbos más reflexivos. Empezaría con mi participación apenas unos días antes en el programa Abiertamente de María Teresa Priego a donde fui invitada a hablar del miedo. Así, mis lectores tendrían la posibilidad de entrar en esta historia imaginándome confundir mis inseguridades y mis complejos con el miedo. Nunca más. Solo el verdadero miedo de muerte es miedo, el miedo de ver morir a tus hijos en el siguiente instante, de no poderlos proteger.
Por el huracán aprendí la importancia de usar las palabras precisas para describir lo que sentimos, usarlas correctamente nos permitirá dejar abierto el espacio del más allá, de lo que aún no vivimos y no sentimos, para que cuando lo contemos, el relato tenga la fuerza que merece. No vaya mi lector a confundir el miedo del que le hablo con la preocupación que siente él cuando le llama su jefe por teléfono. Ni el miedo que yo viví con el horror que debió vivir quién vio su casa volar o quién no encontró a un ser querido al día siguiente.
En ambos, guion y novela, contaría que nos llegó un aviso a las 07:30 pm diciéndonos que debíamos guardar los muebles de la terraza “debido a la entrada del huracán OTIS categoría 3 (para mañana categoría 4)”. Contaría cómo los guardamos y nos fuimos a dormir plácidamente, ya que en ningún momento se mencionó que eso de “categoría 4” podría representar algún riesgo para nosotros. El público, que sabría de qué va esta historia, se sentiría muy frustrado de no vernos tomar ninguna precaución. Se desesperaría con los personajes secundarios que no nos dijeron que nos bajáramos a algún refugio, o que resguardáramos provisiones esenciales para tener a la mano. Pero claro, de habernos avisado a tiempo no habría historia, al menos no para la mayoría de los turistas; o tal vez sería una historia distinta, la historia de la angustia por saber lo que viene, pero no poder hacer nada; sería la historia de la desesperación y la impotencia.
En nuestra historia, el relato comenzaría a volverse interesante cuando nos despertó el ruido del viento alrededor de las 11:20 pm. Forzosamente tendría que incluir cuando le dije a mi esposo que no fuera exagerado, que cómo se le ocurría que todos los condominios estarían rodeados de cristal si al primer huracán se iban a estrellar, que regresara a la cama. Cómo él no me hizo caso y fue a revisar el cuarto de mi hijo, que no daba al mar. Ahí empezaría a encogerse el estómago del público. La secuencia de escenas iría más o menos así: en el cuarto de mi hijo vemos manchas negras en el piso y al levantar la mirada nos damos cuenta de que se está desprendiendo el plafón. Hay que sacarlo de aquí. Sacamos la cuna y la dejamos en el pasillo, mis suegros salen de su cuarto, en sus caras se ve el desconcierto, mi hija sigue dormida. Cerramos la puerta del cuarto que da a la playa, la posibilidad de un cristal roto se empieza a ver más real. Mi esposo está inquieto, lo veo agitado, su sensatez le permite entender que no puede relajarse. Yo, al contrario, me siento en el pasillo, entre la puerta del cuarto y la cuna a ver mi celular y esperar a “que pase”. De pronto, se rompe el primer cristal y unos segundos después alcanzo a ver la barra de la cocina arrasada hacia la parte de enfrente del departamento, empujada por una fuerza que venía de atrás del edificio, desde donde pensábamos que no había riesgo porque no daba al mar.
En la película, después de una toma a mi cara de incredulidad, nos verían tomando acción inmediata para evitar ser lastimados: tomar a los niños y meternos todos en el baño del pasillo, que no tenía ventanas. Vendría un instante de calma para la audiencia, hasta ese momento la lógica de: “no hay cristales, estamos a salvo”, se sostenía.
En la novela podría profundizar en lo que ese cristalazo representó para mí. De golpe se abrió una realidad que hasta hace un segundo creía inimaginable: estamos en peligro. Pasé de estar dormida en mi cama, a decirle adiós a mis vacaciones, a temer por nuestras vidas, en menos de veinte minutos. ¿Cómo es posible?
Writing Fiction for Dummies¸ sobre las descripciones, dice que si vamos a describir un volcán que sea porque es un elemento clave de la trama, es decir, tendría que describir al huracán en esta historia. Ante este reto creo que me iría por el guion de cine, así les dejaría a otros la tarea de mostrar en pantalla lo que yo no puedo ni imaginar. Aunque tal vez, si fuera una novela, podría decirle a mi lector que es imposible describir un huracán como Otis, porque si lo has visto, estás muerto. Es un enemigo invisible. Intentaría ensordecer a mis lectores con descripciones del estruendo que hacía, de cómo medíamos en decibeles el nivel de riesgo al que nos sentíamos expuestos. Desde entonces he leído muchas descripciones sobre el estruendo, ninguna le hace justicia. No tenemos aún las palabras para describir el ruido que hace el viento a 270kms por hora. Solo sabemos lo que nos hizo sentir, lo escuchábamos con el estómago más que con los oídos. Lo recordaremos también con el estómago, no con la mente. Lo que sí recuerdo es el sonido de las cosas del departamento siendo lanzadas de un lado a otro por el viento, y recuerdo que ese ruido era esperanzador. Significaba que los vientos habían bajado lo suficiente para que pudiéramos escuchar lo que sucedía afuera del baño, si bien sabíamos que no era seguro salir.
En la película, la tensión volvería a escena cuando los protagonistas empezaran a temer que tal vez un baño sin ventanas no sería suficiente para sobrevivir. El agua chorreando por el extractor, las paredes retumbando y la puerta sacudiéndose como si fuera a desprenderse. Nosotros tomando turnos para detenerla, como si pudiéramos contra esos vientos. El edificio oscilando sin cesar. Sería perfecto para el cine la comunicación entre mi suegra y yo, miradas silenciosas pero aterradas. Solo nosotras nos hablábamos con la verdad. Mi esposo y mi suegro evitaban nuestras miradas, se negaban a mostrarnos lo que en realidad estaban pensando.
Solo en la novela podría incluir lo que pasaba por mi cabeza en esos momentos. Cómo pensaba en nuestros amigos, que se habían regresado ese mismo día a México porque su hijo estaba enfermo, los celos que sentía de su suerte. Cómo operaba en mí un pensamiento cortoplacista en el que, como en una película, me imaginaba saliendo de ese baño al día siguiente y viendo todo destruido, pero a salvo. Y de cómo le prometía a la suerte que, si me permitía vivir esa escena, nunca le pediría nada más.
Podría narrar que conocí la euforia del superviviente, en la que nada importa más que estar vivos y las pequeñas victorias que siguieron: un cuarto con ventanas, mis lentes y mi insulina intactos, agua, un biberón. Y cómo, apenas unas horas después de haber librado lo peor, me dejé embargar por un sentimiento lastimero y furioso por haber vivido eso. Ya no me bastaba que todos estuviéramos bien, ya había superado el agradecimiento para entrar en un estado de reproche y repaso de todas las decisiones que nos habían llevado a ese lugar, en ese momento.
Las películas de desastres naturales suelen ser de dos tipos: las que se centran en sobrevivir al evento mismo y las que se enfocan en el día después. Las primeras suelen ser de acción y las segundas, dramas. En nuestra película de acción, al día siguiente del desastre, veríamos desde la ventana del cuarto que sobrevivió, al héroe salir solo a buscar ayuda y sortear, con el agua hasta las rodillas, colchones, muebles y pedazos de pared. Veríamos a la familia quedarse atrás con la angustia atorada en la garganta para luego llorar de alivio y felicidad cuando lo vieran volver por ellos.
Habría un último momento dramático, quizá el más impactante de todos, cuando la familia por fin logra salir del edificio. Ni siquiera el desastre dentro del departamento podría haber preparado a la audiencia para lo que aparece en pantalla. Edificios completos sin paredes y todos buscando con la mirada los baños donde los habitantes de esos lugares se hubieran podido resguardar. En algunos de ellos, no parecería haber quedado ningún lugar donde esconderse. Las escenas de la devastación serían golpes secos, sofocantes. Y nosotros, los personajes principales de esta historia, volveríamos a contar nuestras suertes: qué bueno que en ese condominio, qué bueno que en ese piso, qué bueno que de ese lado. Me recorre un escalofrío al pensar que, si cualquiera de esos qués no se hubiera dado así, no sé cómo estaría contando esta historia.
La película terminaría con nosotros llegando a la casa de la tía que nos acogió en lo que pudimos salir del puerto. La verdad es que nuestra experiencia no podría ser un drama, el resto de lo que vivimos es demasiado afortunado para ser interesante.
¿Sería entonces buena mi historia, así cómo fue? Debo reconocer que no, probablemente para el cine sería insuficiente. A Hollywood no le gustan las películas donde todos los personajes principales sobreviven, tendríamos que ir a buscar el testimonio de alguien más… Lo encontraríamos fácilmente.
Me queda decir que en las historias de ficción el resto de los afectados suelen servir sólo para acentuar el destino del héroe, pero en esta ocasión son personas de carne y hueso que, a casi un mes del desastre, el espectador está listo para dejar atrás, pero sus historias siguen corriendo, para ellos este drama no ha terminado.
Por eso terminaría la novela y este artículo con una reflexión sobre el privilegio del olvido. El saldo blanco de nuestra familia nos regala eso, olvidarlo casi todo. Quién sabe cuántos detalles me obsesionarían de por vida si algo nos hubiera salido mal. Cuántas decisiones inofensivas me perseguirían para siempre. En cambio, olvidaré que casi nos regresamos porque mi hijo tuvo fiebre, olvidaré que mis amigos se regresaron ese día, olvidaré el calor que hacía en el baño y a mi hijo llorando y sudando en mis brazos, olvidaré también la cara de mi hija, esa confianza tan pura en las palabras aseguradoras de sus padres.
Olvidaré también el ruido y el miedo. Ese sentimiento me abandonará para siempre, solo sé que, si algún día vuelvo a escuchar algo similar, lo reconoceré inmediatamente. Mi cuerpo recordará con cada poro lo vivido y volveré a pasar horas en un baño, tal vez para nada. No olvidaré lo que vi, pero no podré evocar los sentimientos, no existirán más que en ese momento, pero para siempre podré nombrarlos.
AM
AManece León
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