Nuevamente, aparece otro escándalo en la vida del presidente Donald Trump: la divulgación de cartas y documentos que prueban la cercana relación, que siempre negó, entre él y el magnate financiero Jeffrey Epstein. Trump fue asiduo invitado a la isla del placer, propiedad del depredador sexual quien utilizó su poder y riqueza para construir una red de pedofilia y explotación de menores.

La pregunta es inevitable: ¿por qué una parte sustancial de la derecha, incluidos sectores ultra religiosos, sigue defendiendo a Trump pese a su abultado historial judicial? Acusado por fraude, prostitutas, difamación, abuso sexual, investigaciones por el intento de golpe de Estado con el asalto al Capitolio,  sustracción ilegal de documentos clasificados, mentiras y más…

En cualquier otra época, esta acumulación de felonías, violaciones y delitos, habría sido incompatible con la derecha moralista que se asumía depositaria de la decencia pública. Hoy, sin embargo, parece que no oye, no ve, no quiere saber y admira y celebra a un convicto: Trump. Lo anterior muestra la decadencia moral del conservadurismo estadounidense que durante décadas se proclamó guardián de la virtud pública.

En ese marco, resurge el supremacismo blanco con el movimiento MAGA, cuyo discurso normalizó expresiones antes susurradas y que hoy se espetan con fuerza: la defensa de una “América supremacista”, la desconfianza hacia las minorías, el odio contra los migrantes indocumentados y las teorías de la “sustitución demográfica” que alimentan el temor y el resentimiento. No es solo retórica: es una narrativa que busca reinstalar jerarquías raciales bajo la apariencia de patriotismo.

Pero hay otro síntoma de esta crisis que rara vez se reconoce desde el conservadurismo: la epidemia de drogadicción más grave de la historia del país. Más de cien mil muertes anuales por sobredosis, ciudades enteras devastadas por opioides, cuerpos que yacen inertes, como bultos, echados sobre las banquetas, jóvenes consumidos por el fentanilo. 

Sin embargo, el discurso dominante prefiere culpar a México, a los migrantes o al narcotráfico extranjero, como si el drama no naciera de la demanda y consumo, debido a sus guerras y propias farmacéuticas, a su desesperanza social y a la soledad que corroe a millones. La negación de este origen interno es, también, un síntoma moral: incapaces de mirarse al espejo, buscan enemigos afuera para no enfrentar el vacío adentro.

La decadencia moral de Estados Unidos tiene raíces sociales profundas. La América blanca y religiosa se ha sentido objeto de producción, abandonada por la globalización, marginada por la economía digital y humillada por élites urbanas que desprecian su forma de vida. Como lo hizo AMLO, Trump supo canalizar ese malestar en apoyo electoral: él como el único capaz de defender a la “gente olvidada”, incluso si para lograrlo viola normas o desafía instituciones.

El apoyo religioso obedece también a una lógica de poder: con Trump, la derecha cristiana obtuvo una Corte Suprema conservadora, la anulación del aborto y una influencia política que jamás había tenido. La teología del “pecador elegido” se convirtió en coartada espiritual para justificar contradicciones flagrantes, permitiendo presentar a un líder moralmente impresentable como instrumento divino. “Ante el atentado, Dios le salvó la vida para redimir América.”

Lo que hoy vive Estados Unidos es la degradación del consenso que alguna vez sostuvo el decoro en la vida pública. La virtud de la “verdad” ya no importa, dejó de ser punto de encuentro del inconsciente colectivo; la política se transformó en enfrentamiento tribal donde importa más destruir al adversario que defender principios. La ética dejó de tener valor político.

Así las cosas, Trump y Epstein simbolizan algo más profundo: la decadencia de las élites conservadoras estadounidenses. Son el testimonio de un sistema que normalizó el abuso de poder y la corrupción moral en las alturas. Lo verdaderamente inquietante no es Trump, sino la cultura que su movimiento MAGA reavivó y heredará: una en la que el racismo se normaliza, la mentira sustituye a la ética, la drogadicción se niega como tragedia interna, la lealtad al líder suplanta a las instituciones y la democracia se vuelve rehén de una nostalgia por el Ku Klux Klan. 

El peligro real no es que un solo hombre desafíe las reglas, sino que una nación entera acepte sacrificar sus valores con tal de conservar el poder.

alejandropohls@prodigy.net.mx

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