Hace unos meses, en plena calle, me caí. Una señora —con la que no sé si alguna vez crucé palabra— corrió en mi auxilio y, sin pensarlo dos veces, me ayudó a ponerme en pie. No me pidió explicaciones, no sacó el celular, no buscó autorizaciones. Solo estuvo.
Ese gesto sencillo me recordó que, a veces, los héroes no tienen nombre ni uniforme. Como escribió Albert Camus: “La verdadera generosidad hacia el porvenir consiste en darlo todo al presente”. Aquella mujer me dio, en un instante, todo: su tiempo, su atención, su humanidad.
He pensado mucho en eso. Hay ocasiones en que el discurso se queda atrapado en papeles, en buenas intenciones archivadas, en protocolos que no alcanzan a tocar el alma. ¿Cuántas veces preferimos fingir que no vemos para no comprometernos? O usamos el “ni lo pensé” como escudo para justificar la indiferencia.
Nos cuesta mirarnos y señalar la gravedad de nuestra apatía, quizá porque nos creemos intocables. Olvidamos algo esencial: las acciones —solo los hechos— son las que nos dan congruencia. Son esas evidencias las que nos nombran humanos, distinguiéndonos de los simples artefactos que cumplen funciones sin sentir.
Vamos de largo ante el herido en el camino. Miramos ansiosos, teléfono en mano, preguntándonos: ¿a quién le toca? Fotografiamos, tomamos la selfie y seguimos. Eso indigna, me remueve; me revela el deterioro de nuestras relaciones, en la familia y en la sociedad. Porque, bien dicen, no todo se cuantifica en monedas; lo que tiene valor es invisible a los ojos, como nos recordó aquel pequeño príncipe.
“Si no puedes alimentar a cien personas, alimenta solo a una”, decía la Madre Teresa. Eso hizo Elsa conmigo: me alimentó de dignidad cuando estaba en el suelo. Eso haces tú cuando atiendes al enfermo, al que sufre; cuando te sacudes el hábito de la indiferencia y te pones el saco del otro. Cuando haces lo que te toca no solo porque sea tu obligación, porque te paguen por ello, sino porque es tu deber humano.
¿Cuántas veces has visto a alguien en desgracia y volteas la cara porque “no quiero broncas”? O, simplemente, ocupado en tus propias “relevancias”, no observas. Más dime: ¿qué necesitas para que te toque?
Las calles hoy están repletas de madres que marchan con la foto de sus hijos desaparecidos colgada en el pecho, como lágrimas inmóviles, buscando lo que el Estado no ha sabido —o no ha querido— encontrar. Están también los agricultores que siembran con deudas y cosechan pérdidas, luchando por precios justos en un campo abandonado. Están los trabajadores explotados, los accidentados, las mujeres violentadas, los jóvenes sin garantías, los enfermos; pueblos enteros aprendiendo a sobrevivir en un país donde la protección parece un privilegio y no un derecho.
Y, sin embargo, muchas veces miramos todo eso como si no nos rozara. Como si estuviéramos a salvo por decreto. Nos engolamos en el absurdo: “ni modo”, “qué se amuele”, “son tormentas en charcos ajenos”. ¿Qué tan amolado necesitas ver al otro para extenderle tu mano?
Caminamos entre el dolor ajeno con prisa, sumergidos en nuestros quehaceres, olvidando que al ayudar al otro también nos ayudamos, porque ahí es donde nuestra esencia florece. Quizá necesitamos menos procedimientos vacíos y más manos extendidas. Menos discursos perfectamente redactados y más presencia real. Menos espectadores cómodos y más seres humanos capaces de detenerse ante el dolor.
Porque mañana, sin aviso, la madre que busca, el campesino que pierde, la mujer agredida, el trabajador ignorado, el herido en el camino…ese que hoy miras de lejos, mañana puedes ser tú.
Puedo ser yo.