Una sencilla profecía afirma: “No hay dos sin tres”. En días pasados, la fatalidad numérica volvió a ser cierta. Los fallecimientos de Jordi Arenas, Mónica Maristain y Eduardo Hurtado empobrecen nuestro panorama cultural. La deuda que contraje con ellos obliga a evocarlos en forma autobiográfica.

Conocí a Jordi en los setenta, cuando decidió que su formación en literatura y filosofía debía perfeccionarse en un bar. Su voz tonante, nunca mitigada por las paredes, animaba las tertulias de El Hijo del Cuervo. Pensé que sería un estupendo autor sin obra (a no ser que alguien anotara sus exaltadas disertaciones), pero encontró un medio a su medida: la televisión cultural. En Canal 40 creó una escuela donde el temario dependía de su intenso estado de ánimo. Ahí se formaron dos protagonistas del teatro mexicano: el dramaturgo Flavio González Mello y el director Antonio Castro. En las juntas de trabajo, Jordi revisaba con enjundia sus errores y ponderaba con admiración sus aciertos. Su magisterio no conocía la indiferencia.

Varias veces me beneficié de sus volcánicas exigencias. En 2010, durante el Mundial de Sudáfrica, Mauricio Mejía y yo condujimos en Canal 22 el programa Ludens, sobre cultura y futbol, bajo sus eléctricas órdenes. Nuestra escenografía era tan frágil como nuestros recursos, pues estaba hecha de papel de China. Pero Jordi actuaba como si guiara un acorazado y eso nos mantenía a flote. Tuvo la idea genial de que Andrés Bustamente, el “Güiri-Güiri”, participara en un programa con el siguiente guion: Ponchito visitaría las instalaciones para ver si compraba el canal, pero se decepcionaría de nosotros. Aunque Andrés había decidido no hacer nada durante ese Mundial, no pudo rechazar esta trama.
Poco después hicimos 13 programas de la serie Piedras que hablan, en 28 sitios arqueológicos. De nuevo nuestro mayor presupuesto fue el entusiasmo. No había guion y Jordi decidía las escenas como quien apaga un incendio; siempre enfático, no señalaba con el índice sino con dos dedos: “¡Aquí!”, decía para que yo improvisara un parlamento. Su certeza transmitía confianza y acepté descender colgado de una cuerda a un cenote sagrado y escalar el delirio vertical de Calakmul. Jordi Arenas invitaba a atravesar el fuego.

Mónica Maristain perteneció a la legión de latinoamericanos que ha cambiado el rostro de nuestro país. Editora y periodista, tuvo la generosidad de oír las voces de los otros. Roberto Bolaño se sintió tan estimulado por sus preguntas que contestó por escrito con el rigor de quien escribe una obra de teatro. “¿Por qué usted siempre lleva la contraria?”, preguntó Maristain. En forma congruente, el escritor respondió: “Yo nunca llevo la contraria”.

Conocedora del futbol, Mónica hizo mucho por asociarlo con la palabra y desplegó entre nosotros las virtudes del periodismo deportivo argentino. Para garantizar la independencia de su voz, creó el sitio MaremotoM. El título de su último libro resume el lema de su vida y adquiere un tono testamentario: Leeré hasta mi muerte. En un mundo donde demasiados pretenden tener respuestas, se nota mucho la ausencia de Mónica Maristain, que sabía hacer preguntas.

Conocí a Eduardo Hurtado a fines de los setenta, cuando publicó Ludibrios y nostalgias en la editorial marginal La Máquina de Escribir. Nacido bajo el signo de Libra, era sociable en extremo y ejercía todas las variantes del romanticismo, incluida la de cantar boleros en las madrugadas del bar El Chicote. Como buen zurdo, entendía el mundo en forma singular y era un espléndido corrector de los demás. Durante treinta y cinco años mejoró mis manuscritos sin pedir nada a cambio. Le dediqué mi libro Dios es redondo con la admiración del jugador que rinde tributo al capitán de su equipo.

Su sensibilidad le permitió convertir la hipocondría en una rama de la literatura fantástica y en ocasiones tuvimos que tomar un taxi porque aseguraba no poder caminar tres cuadras. Su segunda patria fue Tijuana, tierra perfecta para alguien siempre fronterizo, que parecía estar entre una cosa y otra. Los altibajos de su corazón lo llevaron a escribir estupendos poemas sobre el anhelo o la pérdida amorosa. Nos dejamos de ver por las pasiones que a veces generan las amistades demasiado próximas, pero eso no borró los 35 años de vida en común.

Uno de sus versos describe así el crepúsculo: “El mar cierra los párpados”.

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