En unas décadas la aviación civil abandonó sus pretensiones de glamour y se transformó en un sistema de deportación masiva.
Cuando tomé mi primer avión para ir a Acapulco, a los diez años, mi madre me puso una corbata de nudo permanente. Volar era un trámite elegante.
Resulta espléndido que los vuelos pierdan exclusividad y mucha gente pueda tomarlos, pero habitamos un planeta donde el “desarrollo” no consiste en que lo bueno se popularice sino en que se deteriore para llegar a más personas. Hoy en día algunas aerolíneas ya ni siquiera ofrecen bolsas para vomitar.
La irrealidad de estar en el aire fomenta el pensamiento religioso y numerosos pasajeros viajan en “modo plegaria”. Antes rezaban para llegar con vida a tierra; ahora, para no enfermarse de muerte en el avión. La pandemia tiene alas.
El problema aumenta porque la “sana distancia” aérea consiste en que el pasajero de junto no babee mientras cabecea en tu hombro.
Para colmo, las aerolíneas rediseñan sus naves según la hipótesis de que el ser humano se ha encogido. Cada vez hay menos espacio para extender las piernas y llegará el momento en que tengamos que viajar asumiendo una postura de urna funeraria zapoteca. De sobra está decir que el hacinamiento favorece los contagios.
El ambiente es cada vez más tóxico dentro del avión y más dañino por fuera, donde se despliega la huella de carbono. La situación es ilógica, entre otras cosas porque los trasatlánticos desaparecieron y no hay otra forma de cruzar el océano.
Pero está visto que no hay mal que no pueda perfeccionarse y los aeropuertos contribuyen al objetivo de que los pasajeros (que ahora reciben el afrentoso nombre de “clientes”) se enfermen al menos de un catarro. Si los virus aportaran puntos a los programas de viajero frecuente, darle la vuelta al mundo saldría gratis.
En días pasados tomé un vuelo de Madrid a México que salía al filo de la media noche. La megafonía no dejó de aconsejar que cada quien protegiera sus bultos, pero se abstuvo de decir algo esencial: la puerta de embarque carecía de pasillo móvil y tendríamos que ir al avión en autobús.
Hacer el traslado a una “posición remota” suele ser latoso; en este caso era dramático. Afuera había dos grados de temperatura y algunos pasajeros ya estaban en camiseta, pensando en llegar de manera directa a la tibieza del apretujamiento.
La gente que viajaba en business iba vestida con la comodidad de quien considera que dormir aún es posible. Llevaban pants, ropa holgada, alguna pijama y un peluche. Durante más de doce horas, el resto de los pasajeros estaríamos en la silla de los condenados.
El embarque pasó por el habitual proceso de estratificación. Nos formamos en cinco grupos que representaban otras tantas categorías de la sociedad de mercado.
Los que embarcaron primero debían ser los más privilegiados, pero la gestión aeroportuaria y el clima brindaron una cruenta experiencia de nivelación social. La gente de pants y piyama fue llevada a un autobús helado donde tuvo que esperar a que se llenara con otros pasajeros. Cuando los miembros de la “sección sardina” llegamos ahí, el Grupo 1 estaba al borde la hipotermia. La solidaridad aflora en momentos extremos y la clase turista prestó bufandas.
En Estados Unidos, la Border Patrol opera centros de detención conocidos como “icebox” por sus siglas de Immigration and Customs Enforcement, pero también por las temperaturas propositivamente bajas con las que se amedrenta a los migrantes. En noches de invierno, la Terminal 1 del aeropuerto de Barajas ofrece un servicio similar.
El autobús tardó tanto en llegar al avión que parecía que íbamos a despegar en Toledo. Luego de esa dilatada travesía nadie podía acudir al mezquino recurso de pensar que la gente business se había “enfriado más”. El resfrío era democrático: el que no tosía estornudaba.
El aeropuerto de Barajas lleva el nombre oficial de Adolfo Suárez, Presidente que condujo a España a la democracia. Hay cierta lógica en que un espacio dedicado a trasladar personas honre a un protagonista del periodo conocido como “la transición”; sin embargo, en el gélido autobús, entendimos que ese proceso puede ser arduo.
Un par de horas después, durante la cena, el mundo se redujo a la disyuntiva de pedir pasta o pollo. Quizá en el futuro la aviación perfeccione sus atenciones y permita escoger un virus para el vuelo.