Es hora de tomar conciencia que vivimos en una ciudad devaluada por su desgobierno. En Guanajuato Capital los negocios valen menos que en otros lugares debido al descuido y suciedad que padece nuestro pueblo. Es un lugar chamagoso y descarapelado que huele en muchas partes a alcantarilla. Los malos servicios públicos son evidentes: los contenedores de basura copeteados de deshechos, el tiradero es un foco de infección y producción de lixiviados que escurren hasta el río que desemboca en la presa de Purísima. El desalumbrado público obscurece los callejones y llena de sombras calles y plazuelas. Las farolas ni vidrios tienen. Los mercados se han convertido en espacios para negociar, mediante moches, los puestos arrebatados a locatarios enemigos. El panteón ha sido, por su producción de cuerpos áridos, una anexidad a las exposiciones de terror y morbo que comercializa la familia reinante. El rastro no es un instrumento de control sanitario de la carne que consume la población ya que mediante sobornos se autorizan matanzas de animales enfermos, en tanto se arrojan los deshechos al río. Los parques y jardines son convertidos en mercadillos de toda clase de mercancías a los cuales se les cobra piso. Los prados los convierten en terregales. El sistema de agua potable es un añadido a la operación política del clan, al controlar a quien se le dota del preciado líquido. La seguridad pública cada día muestra mayores fallos. El desmadre y la borrachera es la actividad más promovida por nuestro corrupto funcionariato. De eso vive nuestro ruidoso centro citadino, que expulsa a sus habitantes, causando gentrificación.

La ciudad vive económicamente en un ambiente mafioso. Solo pueden hacer negocios quienes son aprobados por los gobernantes como socios. No hay competencia, los administradores rufianes deciden quien puede operar en “su territorio”. Cualquier trámite a realizar recibe una negativa como respuesta… luego habrá que ponerse a mano con algún enviado o contacto sugerido.

El desgobierno en que vivimos destroza la vida comunitaria, promueve la informalidad, frena la producción de riqueza y concentra los pocos negocios en unas cuantas personas, generando desigualdad. A Libia y su gobierno, sabedores del desdoro y el ridículo de la mafiocracia instalada en la ciudad patrimonio de la humanidad, les tolera todo, le tiene sin cuidado nuestro obscuro destino. Prefiere entregar la única supercarretera de acceso a una constructora leonesa, para obligarnos a sufragar peaje por 60 años más. Somos ciudadanos de segunda, pagamos para llegar y salir de nuestra ciudad.

Las instituciones empresariales se muestran timoratas, serviles y aldeanas. Los colegios profesionales son capturados con diversos tipos de dádivas y pequeños privilegios. Sus directivos, que nunca alzan la voz ni protestan, no son dignos representantes de un gremio profesional. Frente a este contexto, la ciudad se devalúa junto con sus habitantes. ¿Hasta cuándo?

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